Diánoia 70 (94)
mayo–octubre 2025 e2142
ISSN-L: 0185-2450 | e-ISSN: 1870-4913
https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2025.94.2142

Obituario

Nora Rabotnikof: (1950–2025)

María Pía Lara

Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México

https://orcid.org/0000-0001-8467-3074

Fotografía:  De Nora Rabotnikof, propiedad de María Pía Lara

Conocí a Nora hace cuarenta años cuando entré a trabajar como profesora de filosofía en la uam-Iztapalapa. Ella llevaba ahí algún tiempo. Éramos entonces pocas mujeres trabajando en el área de filosofía y por eso enseguida compartimos cubículo; así comenzó una larga amistad, plena de historias que hoy compiten en mi mente como dignas de ser recordadas en este obituario. La amistad fue una de las fuerzas y afectos en los que Nora se desempeñó mejor. Tenía una sabiduría milenaria, no sé si por todos los libros que leyó en su vida, por las experiencias que tuvo —algunas de ellas fueron especialmente “límite”— o porque también fue una observadora tenaz. Gracias a su amistad experimenté un gran afecto que me dio seguridad y confianza; su apoyo incondicional me hizo muchas veces pedirle consuelo y recibirlo con unas palabras que siempre fueron exactamente las que yo necesitaba. Ella, por su parte, algún día me dijo que las conversaciones conmigo “le daban vida”. Había algo intangible en su forma de comunicarse con sus amigas que tuvo el increíble efecto de hacernos sentir a todas un vínculo especial, como si cada una de nosotras fuese su preferida.

Cuando la vi la primera vez pensé: es joven, muy guapa y tiene un gran parecido con la actriz francesa Marie Laforet. Ojos azules casi oscuros y profundamente melancólicos. Fumaba un cigarrillo tras otro. Así, comenzamos ambas a discurrir sobre la época de transición que nos tocó experimentar juntas, como las transformaciones en “el mundo de las ideas” tras la caída de los socialismos realmente existentes. Leíamos a Alvin Gouldner y a otros críticos del marxismo como Leszek Kolakowski. Ella ya había comenzado a interesarse por la obra de Max Weber.

En esos primeros meses de grandes intercambios teóricos entre nosotras hubo también un espacio dedicado a contarnos historias de vida. Un día me relató cómo fue su llegada a México. Su exilio configuró muchas de sus preocupaciones existenciales e intelectuales, dejando una huella profunda en todos los temas de su trabajo y en su visión del mundo. Pero también le dejó una honda herida haber tenido que vivir lo que luego algunas de sus amigas fuimos sabiendo. Primero las dificultades de haber pasado nueve meses en la cárcel, que no era un tema fácil, aunque de vez en cuando explicaba cosas, como haber tenido que dar a luz a Paula allí. El hecho de poder compartir destinos semejantes con muchas otras le hizo tener un gran respeto por las mujeres y siempre se declaró solidaria con los reclamos contra la dominación masculina.

Su padre fue abogado y logró sacarla de la prisión con un habeas corpus cuando todavía se podía acudir a una salida legal antes de la llegada de la dictadura, y eso la salvó de tener un destino acaso más trágico. Sólo había una condición que exigían al irse de su país: que la nación elegida no tuviera frontera alguna con Argentina, y su primera opción fue Perú. El relato que me compartió pasa por mi mente una y otra vez como si fuera una película: llegó hasta la ciudad con los dos pequeños todavía en brazos, sin conocer a nadie ni saber realmente qué hacer o adónde ir. Estuvo paralizada en una calle hasta que alguien que ya había pasado varias veces en bicicleta se le acercó y le preguntó si era argentina. Respondió positivamente y, para su sorpresa, él le dijo que pertenecía a una organización de activistas en el exilio, quienes la ayudaron a acomodarse ahí. Esa historia era para ella central, porque expresaba el reconocimiento explícito del tipo de organización política que siempre apreció, debido a que, como diría el poema de Bertolt Brecht, “los hay que luchan toda la vida: [y] ésos son los imprescindibles”.

Nora tuvo que salir de un país a otro, con Emiliano y Paula, sin saber nada del paradero de su entonces pareja, dejando atrás a sus padres y a su único hermano, Aldo. Ese mundo, el Buenos Aires lleno de cafecitos, de los lugares donde hacían medias lunas de manteca, masitas, alfajores de maicena y sandwichitos de miga, era ya parte de su pasado. Su cercanía con Anni Vainstoc —su vecina en el edificio donde ambas vivían con sus padres— prosiguió toda la vida. Desde Inglaterra o desde donde Anni se encontrara, continuaron con su relación como hermanas. Nora admiraba que en la casa de Anni se hacían unos dulces que ella siempre recordó cómo los más deliciosos e inigualables. Otras amigas quedaban también en Argentina, aunque muchas se mudaron a México por las mismas razones que lo hizo Nora, quien optó luego por reencontrarlas aquí.

Pero, aún en Lima, con la ayuda de otros activistas logró retomar sus estudios y comenzar su posgrado con una beca. Eligió a Hegel como tema, porque éste tenía una idea clara sobre lo que el Estado debería ser y Nora tuvo siempre presente que el peor problema de la izquierda es y ha sido que nunca ha teorizado seriamente acerca del papel del Estado. Por eso también su conexión con Max Weber y luego con Reinhart Koselleck. Todos los autores y teóricos de la modernidad europea dejaron atrás el tema del Estado, contribuyendo a demoler su autoridad “legítima”, y así se perdió la capacidad de conducir y visualizar proyectos sociales de amplio espectro con experiencias recuperables en torno a una institución que parece difícil de sustituir.

Una vez que se trasladó a México comenzó la parte de su vida en la que yo la encontré. Nora estuvo un tiempo más en la uam (alrededor de tres años) y luego consiguió entrar en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unam, primero en un sabático y después se quedó. Ahí encontró la cercanía de Corina Yturbe, con quien compartió una larga y profunda amistad. En la entrevista que le hizo Fanny del Río (Milenio, 14/03/2025) poco antes de su muerte, Nora comentó que tuvo suerte de llegar allí: “me cambió la vida”, pero en realidad la suerte fue para el Instituto, ya que hasta su llegada había poca investigación política y ningún interés por ampliar los espectros de la filosofía analítica. Su llegada y permanencia en ese lugar tuvieron un gran impacto, por lo que ojalá hubiera habido tiempo de designarla “profesora e investigadora emérita”. Pocas personas habrían merecido más ese reconocimiento.

Sus actividades le permitieron construir grupos de investigación que siempre se enfocaron en perspectivas interdisciplinarias —algo muy raro en este mundo académico— y realizó trabajos colectivos, escribió libros e impartió conferencias que hoy pueden indicarnos la geografía política de los últimos cincuenta años. El gran distintivo de su trabajo fue estar totalmente conectado con los temas y problemas de su tiempo: el Estado, el espacio público, la ética de la responsabilidad, la memoria y la historia, los cambios en la temporalidad y sus estructuras. También consumó trabajos interinstitucionales con flacso y con el Instituto Mora, y dirigió muchas tesis, ayudando a sus estudiantes a buscar temas políticos conectados con la realidad. Su trabajo fue excepcional. El Instituto de Investigaciones Filosóficas ha perdido a una de sus grandes figuras y aún hay tiempo para que su mérito pueda hacerse público como un reconocimiento merecido.

Nora se dedicó a pensar sobre lo público, un interés que cristalizaría en su libro En busca de un lugar común. El espacio público en la teoría política contemporánea (unam-Instituto de Investigaciones Filosóficas, México, 2005). A mí me sorprendió ese trabajo erudito sobre las dudas de Kant porque detectaba una contradicción en la posición política de este pensador: un admirador de la revolución francesa que al mismo tiempo pensaba que había que obedecer la ley. Yo no había reflexionado nunca sobre esa dimensión y creo que con ello Nora logró captar la gran tensión moderna entre lo nuevo y revolucionario y lo que conforma ese espacio que Sieyès conceptualizó como lo constitutivo y lo constituyente, un tema que hoy ha vuelto a salir a la luz de los reclamos de la representación y sus crisis en la discusión sobre el populismo.

Su defensa de la crítica de Koselleck es la más ilustrativa de su pensamiento, porque Nora sabía que la pérdida de autoridad del Estado en el pensamiento de izquierda no podía resolverse sin antes teorizar profundamente sobre cómo se logra construir una comunidad política sin que el Estado desempeñe un papel central. El trabajo crítico de Nora desafiaba etiquetas simplistas y por ello logró entender mejor que nadie el tema más elaborado por Koselleck en Futuro pasado (1993). En él, el autor encontró dos categorías metahistóricas para explicar lo que pensaba sobre el problema de los proyectos políticos utópicos y revolucionarios. Detrás de ellos no había experiencias indicativas que pudieran orientar a los actores políticos. La única experiencia que podría ser útil, el papel del Estado, se abandonaba por un incierto deseo de transformarlo todo. Se había separado completamente “el espacio de experiencias” y los “horizontes de expectativas”. Nora volvió a este asunto después con los temas de la memoria y la historia, los sedimentos de las experiencias y sus capas generacionales, los efectos que tienen sobre la política, etcétera.

La preocupación por la obra de Max Weber tiene que ver con otra obsesión que albergó siempre: el político no debe aferrarse a convicciones morales inamovibles. Tiene que convertir sus acciones en responsables y, por lo tanto, su ética es la de la responsabilidad, es pragmática. No es gratuito que la obra de Weber lidiara también con el tema del carisma, con el nihilismo y con el papel del político en un ámbito que no sólo es racional. Nora pasó por la experiencia del peronismo y eso la hacía pensar en lo que se había logrado en Argentina en la época de Evita y la forma en la que la sociedad argentina había configurado sus políticas sociales y hubo una feliz confluencia de factores, entre los cuales los políticos hallaron su mejor expresión.

Curiosamente, entre los historiadores, sociólogos y filósofos, Nora eligió siempre a autores más bien pesimistas o conservadores. Sin embargo, ella no tenía un pelo de conservadora. Fue cautelosa y muy crítica, por lo que sus trabajos reflejan una cualidad autorreflexiva que nunca suena enfática, sino autocuestionadora. Cuando en 2021 le otorgaron el premio Raíces, la ayudé a elaborar una descripción de su estilo inconfundible y lo que dije era que “su estilo es inclasificable, pues en forma de ensayos lo cuestiona todo”.

Los ensayos de la última etapa de su vida se ocuparon de la crisis actual en los cambios de temporalidad con el tema del “presentismo”, discutido como una especie de ruptura con los proyectos modernos enfocados al futuro. Estos trabajos llevan la impronta original de sus preocupaciones, esta vez en diálogo con François Hartog, siempre cerca de Koselleck y también discutiendo a Chris Lorenz. Con su colega argentina María Inés Mudrovcic coordinó libros como En busca del pasado perdido. Temporalidad, historia y memoria (Siglo XXI, México, 2013), además de escribir “Herencias intangibles” (publicado en el volumen recién mencionado) y “Tiempo, historia y política” (Desacatos, no. 55, 2017). Me gustaría poder recopilar estos trabajos, tal vez con Aurelia Valero, con quien ofreció algunos de sus últimos cursos.

Todos estos intereses también se vincularon con su vida y biografía. Pensaba, por ejemplo, en los sedimentos de las experiencias entre generaciones, algo que no podía dejar de ser sintomático para aquellos y aquellas que han sufrido pogromos y luego dictaduras. Hizo un viaje junto con Anni para encontrar trazos de sus familias en Rusia y en Odessa. Nora temía la instrumentalización de la memoria o la facilidad con la que ciertos logros en política dependen de las contingencias históricas. Basta ver lo que ocurre ahora en la Argentina de Javier Milei y su vicepresidenta, Victoria Villarroel (hija de militares), que primero han movilizado a sus votantes para llegar al poder y luego para ir en contra de todo lo que se había logrado después de la caída de la dictadura militar en 1986. Han visitado a los militares condenados en prisión y negado la desaparición de tanta gente durante la dictadura, quieren cerrar los lugares dedicados a la memoria como la esma y las jóvenes generaciones que votaron por ellos carecen hoy de esa memoria colectiva que, con razón, preocupaba a Nora.

Nora conoció mejor que nadie todo lo que se ha escrito sobre el populismo. Poseía, como Ernesto Laclau, la experiencia vivida del peronismo. Tenía claro que las experiencias de los países latinoamericanos, con dirigentes como Evo Morales, Rafael Correa o Néstor Kirchner, no podían reducirse a las visiones simplistas de teóricos como Jan Werner Müller, cuya definición del populismo tiene tantas excepciones que resulta risible pensar que pueda aclarar algo. El reclamo de Nora era que sólo historiadores como Michael Kazin podían trabajar este tema, ya que tenían elementos para evaluar si las experiencias fueron positivas basándose en las experiencias particulares de Estados Unidos, Rusia o Argentina.

Compartimos la pasión por el cine y la literatura. Sabía los nombres de todos los actores y actrices y directores de cine. Lo heredó de su madre. Su sentido del humor provenía de su estirpe judía, sabiendo bien cómo reírse de sí misma (pensemos, por ejemplo, en Groucho Marx o en Woody Allen cuando todavía era cómico, no el de ahora). También amó la novela de Elena Ferrante, La amiga estupenda, porque trata de la amistad entre dos amigas en la que está presente una enorme admiración entre ambas, y a veces una preocupación por no ser menos que la otra. Los claroscuros son también definitorios de las personalidades complejas, como las de Lila y Lenù.

Nora fue mi interlocutora permanente. Atenta a los detalles de la vida y de sus complejidades, fue comprensiva ante las fallas ajenas y las propias. Siempre con un humor sabio y agudo, melancólica y tímida, logró tener un ejército de admiradoras y amigas, estudiantes y colegas. Sin embargo, sus mejores momentos —rebosantes de sonrisas cómplices— fueron para sus nietas y nieto. Con ellos festejamos sus últimos cumpleaños y ella disfrutaba verlos correr por su departamento. Marina le hacía recordar su amor por el ballet y Lu su capacidad de vibrar con sus risas, mientras corría de un lado a otro exclamando que todas “éramos unas viejitas”. Cuando nació Julián, algo extraordinario cambió en su expresión de tristeza. Por ellos valió la pena vivir los últimos años. Pero también, en la presentación de un libro suyo, expresó en público: “Paula y Emi, ellos me caen bien y me alegra tenerlos junto a mí”. Esa tímida expresión —que ellos le “caen bien”— reflejaba lo orgullosa que estaba de la clase de personas que son Paula y Emiliano. Gracias a ellos tuvimos la maravillosa experiencia de que Nora decidiera quedarse a vivir aquí en México, con nosotras.

  • Ciudad de México, 29 de marzo de 2025