La confrontación es algo cotidiano que nos produce rechazo y, quizá por ello, raramente estamos dispuestas a reconocer (o simplemente a ver, a notar) que es algo ordinario. Cuando hablo de confrontación no me refiero al uso que a veces hacemos del término, es decir, no hago alusión a una contienda o a alguna forma de la violencia. Más bien apunto a los encuentros sorprendentes que tenemos cada día con posiciones diferentes a las nuestras, con modos de pensar distintos, con costumbres o maneras de proceder que nos son ajenas. Podemos incluir en este espectro los choques que tenemos con la realidad de vez en cuando. La confrontación pensada así es, como decía, un hecho ordinario; algo que no puede dejar de ocurrir por cuanto cada una de nosotras es única y diferente de las otras, pues es imposible que tengamos una misma perspectiva en un mismo tiempo simplemente porque, como dice el principio de exclusión de Pauli, dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo.
Vivimos en un mundo en el que la confrontación produce rechazo e incluso su mera posibilidad —en ocasiones— causa miedo de las otras. Esto puede deberse a distintas razones. Quizá, en parte, a que ese enfrentamiento con lo diferente que recién mencioné —ese ponerse de frente con lo discrepante— puede llegar a exasperarnos y producir en nosotras reacciones indeseables: desde actos verbal o físicamente violentos, hasta acciones que implican ceder y aceptar que “cada quien tiene su verdad” (lo cual involucra una renuncia a la comprensión de otras perspectivas y con ello disminuye la posibilidad de conocer a cabalidad un fenómeno) para vivir de manera pacífica entre nosotras. Puede también deberse a que el consenso se presenta como un estado al que debemos aspirar, y se piensa como la contraparte (natural) de la confrontación. Lo que queda oculto en esta manera de pensar acerca del consenso y la confrontación es que esta última es inevitable (siempre que existan voces diferentes nos estará acechando) y que siempre involucra alguna exclusión, alguna invisibilización, algún silenciamiento. En nuestro mundo, las voces escuchadas establecen patrones de relación y de escucha que determinan criterios de valor: de verdad, de justicia, de corrección, etc. Sin embargo, esto no significa que éstos sean los criterios de la verdad. Tal como dice Hurtado en su Biografía de la verdad, quizá sea imposible tener semejante conjunto fijo y determinado de criterios. Por ello, para comprender el valor de la verdad —para, como sugiere nuestro autor, regresarle el peso que es recomendable que tenga para nuestras vidas en común— vale la pena indagar no qué es la verdad, sino la historia de la verdad; vale la pena hacernos preguntas como: “¿por qué y cómo empezamos a hablar de ella?” “¿Por qué y cómo le otorgamos valor en primer lugar?” Y, para ello, señala Hurtado, es necesario averiguar qué es la no-verdad.
Esta introducción a la Biografía de la verdad busca hacer ver que se trata de un libro de interés no sólo (aunque también y de manera muy relevante) para personas que se dedican (de manera profesional o de otro modo) a la filosofía, sino para cualquiera que esté interesada en encontrar mejores maneras de habitar el mundo, que busque respuestas a las preguntas que a menudo nos hacemos cuando dudamos de la veracidad de la información que nos ofrecen, por ejemplo, las redes sociales, los diarios informativos u otras personas. Para cualquiera que sospeche de sentencias como “cada quien tiene su verdad” o “todo puede ser, al mismo tiempo, verdadero y falso”. Para apreciar esto con más claridad señalaré algunas de las cosas del contenido del libro que encienden el pensamiento y sacuden las certezas.
En su Biografía de la verdad, Hurtado se propone “develar el fenómeno de la verdad, de qué es y de cuál es su valor”, para “ofrecer una enseñanza moral sobre la relación que debe haber entre nuestras vidas y la verdad, es decir, cómo hemos de vivir de acuerdo con ella”. En este sentido, su libro es distinto de muchos otros que —en el ámbito de la filosofía— hemos leído sobre este concepto: no se trata de una teoría ni de una definición de la verdad. Es una indagación que nos permite comprender su valor a partir de hurgar los motivos, causas o razones que nos han llevado (a lo largo de la historia) a hablar de ella, a plantearla como una necesidad. Para lograr su cometido, el autor inicia recuperando dos grandes grupos de preocupaciones —o dos intuiciones— sobre la verdad: por un lado, las preguntas metafísicas como “¿qué es la verdad?” o “¿en virtud de qué es verdadero lo verdadero?” y, por otro, las prácticas que se ocupan de la verdad como un modo del bien.
Desde la perspectiva de Hurtado, el hecho de que estas dos intuiciones se hayan mantenido separadas —que se hayan considerado diferentes e independientes a lo largo de la historia— sirve de apoyo al proceso de devaluación de la verdad que nos ha llevado a un desencuentro con ella. Considera entonces que para entender la verdad a plenitud nos es preciso pensar en ellas como complementarias y, por ello, recomienda reconsiderar nuestro acercamiento a la noción o, quizá sería mejor decir, al fenómeno, o al conjunto de fenómenos, que la constituyen y la hacen necesaria (para tener una buena vida). Comprender su valor, dice, requiere entender, por un lado, las condiciones históricas que nos llevaron (como humanos) a plantear la necesidad del concepto y, por otro, el valor (negativo) de su ausencia. Así, su método consiste en desarrollar una genealogía negativa de la verdad. Es una genealogía porque tiene una estructura narrativa, subraya la historicidad del concepto y enfatiza que para entender su significado y, sobre todo, su valor, debemos conocer su origen. En este sentido, el libro nos cuenta una historia, una cuyas interrogantes no empiezan de atrás para adelante, sino al revés: se trata de entender la verdad por el modo en que ésta aparece hoy entre nosotras. Es, además, una historia que no tiene final porque, al igual que otros autores que emplean la genealogía como método, Hurtado no piensa que haya un origen (único) ni una perspectiva final que sirva para dar cuenta de la amplitud del fenómeno. Esta genealogía arroja luz sobre un proceso que está en tránsito continuo: el de la verdad. Es negativa porque busca encontrar lo que es la verdad a partir de lo que no es o, como él lo dice, busca descubrir los distintos caminos por los que llegamos a lo verdadero desde lo no verdadero: pueden ser las vías para transitar de la no-verdad (por ejemplo, del error o la ignorancia) o de la anti-verdad (de la mentira, el secreto, la enajenación, etc.) a la verdad. Esta manera de proceder ayuda a comprender mejor para qué sirve la verdad y el valor de lo verdadero en la medida en que nos permite percatarnos de que “la verdad es el objetivo en común de nuestras prácticas de des-ignorancia, des-error, des-mentira, des-engaño, des-ocultación, des-confusión, des-ilusión, des-enajenación”. Algo que surge de estas reflexiones es que, más allá de si el valor de la verdad es intrínseco o instrumental, lo crucial es que podemos ver su importancia en nuestras vidas cotidianas cuando vemos el efecto que pueden tener, y de hecho tienen, por ejemplo, las mentiras que alguien nos dice, el engaño de nuestra pareja o el error que cometemos al no revisar los horarios del banco y llegamos tarde a realizar un pago urgente.
Como mencioné antes, Hurtado propone una pedagogía moral de la verdad, algo como una paideia, esto es, un sistema de enseñanza y transmisión de valores que sirva para “aprender a vivir con la verdad de una manera a la vez razonable y virtuosa” y que no se articule en términos de prohibiciones, sino de recomendaciones. Esta propuesta involucra la idea de que la verdad tiene un carácter social. Dice nuestro autor que “para que tenga sentido decir que una proposición es verdadera hay que asumir que cae dentro de ese plexo conformado por relaciones humanas”. La verdad es relativa a la práctica de preguntar y responder. Si bien es cierto que una misma puede preguntarse y responderse siempre, la práctica de preguntar generalmente requiere de las otras personas: incluso cuando me interrogo a mí misma suelo hacerlo en consideración a otras miradas, otras opiniones, o a mi propia conciencia de esas otras miradas posibles. Si esto así, entonces la verdad no es algo que pueda cambiar de una persona a la siguiente y, por lo tanto, la frase “es tu verdad” pierde todo sentido: la verdad es un valor compartido en una sociedad que no puede ser distinta para cada uno de sus miembros (y no porque sea producto de un consenso o de una imposición, sino porque es una parte de un proceso social en continuo flujo).
Me gustaría subrayar dos relaciones que Guillermo examina (una con mayor y la otra con menor detalle) para hacer ver cómo la voluntad de verdad no siempre ni necesariamente va asociada al afán de poder y para formular una última pregunta. La primera relación es la que existe entre la curiosidad y la voluntad de verdad. Hurtado la ilustra de bella manera con el ejemplo del niño que “desarma su juguete mecánico para saber cómo funciona” y dice que, aunque no sea capaz de comprender a cabalidad, la curiosidad lo ha impulsado a dar un primer paso en esa dirección. Así mismo, continúa, las personas adultas buscan comprender el mundo. La curiosidad, entonces, es un disparador de la verdad, o al menos de su búsqueda y, por lo tanto, no debe ser apagada ni modulada. Esto me llevó a pensar que, si consideramos que la curiosidad es, al menos en cierto sentido, antagónica a la certeza, entonces el conocimiento es un proceso siempre inacabado que requiere de la insatisfacción asociada a la curiosidad y no el estado final de un proceso acabado. La otra relación se menciona sólo de paso y es la que existe entre la justicia y la verdad. Desde su perspectiva, estas dos van siempre juntas y no puede haber la una sin la otra. Esto ha sido un tema de mucho debate en distintos ámbitos de la filosofía. Sin embargo, si pensamos que la verdad es un concepto cuyo valor se hace patente cuando reparamos en su ausencia, entonces creo que se hace evidente también que, en efecto, la justicia y la verdad no pueden ir separadas: la injusticia es una forma de la mentira, del engaño, del encubrimiento.
Por último quiero revisar algo que me parece digno de que se siga pensado. Hurtado dice que uno de los problemas que trae consigo la devaluación de la verdad es que, como cada quien tiene la suya propia “a la que se aferra sin recato alguno, no queda otra manera de resolver los conflictos que por la fuerza bruta”. Esta consecuencia puede asociarse y atarse al relativismo de la verdad, pero también al individualismo desmedido en que vivimos (al temor hacia la otra persona que viene asociado con él, a nuestra incapacidad de vivir con y para otras). Una historia alternativa a la recién mentada diría algo como lo siguiente: el miedo a la confrontación lleva consigo un rechazo a la diferencia y conduce fácilmente a una aprehensión que hace imposible ver que la verdad no es propia, sino parte de un proceso (dialógico) social. En muchas ocasiones, esta imposibilidad de mirar conduce a la fuerza bruta. No es entonces la verdad, sino la creencia de que ella es algo que puede poseerse, de que un individuo puede encontrarla aislado del resto del mundo, lo que tiene las consecuencias fatales que nos invita a examinar Guillermo Hurtado. Me pregunto, entonces, si lo de la fuerza bruta es un problema de la verdad o del individualismo. Quizá sea una conjunción de ambas cosas. Ésta, sin embargo, es una pregunta abierta para nuestro autor, para quienes quieran seguir pensando sobre estos temas. Una pregunta que sirve como muestra de lo fructífero que resulta acercarse a este libro para leerlo y pensarlo.