Introducción
⌅En la actualidad existen perspectivas que conciben la memoria como una propiedad intrínseca de las sociedades y como receptáculo directo de los recuerdos del pasado, cuyo sentido sería evidente para todos. Esta visión, sostenida ya sea por científicos, instituciones o actores sociales, supone una concepción espontánea y acrítica de la memoria y del pasado, aceptada por el imperativo de la reparación de agravios. A diferencia de ese enfoque, la memoria puede entenderse como un objeto con historia y como un concepto cuya génesis es identificable, y cuyas mutaciones y evoluciones (a veces contradictorias) pueden ser diseccionadas. Abordar en forma crítica la memoria requiere pensar las condiciones de su producción como narrativa portadora de sentidos específicos sobre el pasado que, por más incuestionables que parezcan, no siempre han existido y no siempre existirán. Esta perspectiva nos obliga a tomar distancia de buena parte de los estudios decoloniales, que en ocasiones han integrado los discursos memoriales y los ha naturalizado.
Aquí entenderemos la memoria en una doble dimensión:
como relato que privilegia el punto de vista de las víctimas y como una
forma de acción pública que aspira a la creación de políticas de
reparación del pasado (Michel 2015Michel, Johann, 2015, Devenir descendant d’esclave. Enquête sur les régimes mémoriels, Presses Universitaires de Rennes, Rennes.
; Lefranc y Gensburger 2023Lefranc, Sandrine y Sarah Gensburger, 2023, La mémoire collective en question(s), Presses Universitaires de France, París.
).
Asimismo, nos referiremos a memorias que interpretan periodos de la
historia alejados de nosotros por siglos como una deuda para el
presente.
Nuestro trabajo se sitúa en el campo de análisis de las
memorias de los pasados coloniales, que presentan diferencias respecto a
las memorias de pasados recientes. Dichas memorias conllevan una
concepción distinta de las víctimas pues, en algunos casos, no hablan de
una experiencia directa de sucesos violentos ni de un testimonio de los
sobrevivientes, dos cuestiones que habían sido centrales para
comprender los retos que los pasados recientes representan para la
historia y para las nociones de verdad y de sujeto (Sarlo 2005Sarlo, Beatriz, 2005, Tiempo pasado, cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión, Siglo XXI, Buenos Aires.
).
Las memorias de los pasados coloniales poseen singularidades, como la
reescritura de periodos históricos en los que no existían conceptos como
“genocidio”, “crimen contra la humanidad”, “reconocimiento”,
“reparación” o “justicia transicional e histórica”. De igual forma, en
la historia del tiempo presente las memorias de los pasados recientes se
refieren a las violencias del siglo xx como sucesos que han venido a romper la relación anterior con el tiempo por su súbita brutalidad (Rousso 2013Rousso, Henry, 2013, La dernière catastrophe. L’histoire, le présent, le contemporain, Gallimard, París.
).
En contraste, las memorias de los pasados coloniales conciben el pasado
como estructura y no como suceso, con lo que cuestionan la idea de una
diferencia clara entre el pasado, el presente y el futuro. También
plantean que las herencias coloniales continúan afectando el presente,
reforzando el racismo, la discriminación y la marginación de las
poblaciones subalternas. Mario Rufer y Valeria Añón sostienen que la
presencia del pasado colonial en el presente desafía las concepciones
clásicas del saber histórico (que mira a los sucesos como sucesivos) al
plantear la cuestión del anacronismo del pasado en el presente.
Asimismo, el silencio y el olvido de lo colonial, pero también la
presencia de ese tiempo, serían el fundamento de las sociedades
contemporáneas (Rufer y Añón 2021Rufer, Mario y Valeria Añón, 2021, “Lo colonial como silencio, la conquista como tabú: reflexiones en tiempo presente”, Tabula Rasa, no. 29, pp. 107-131, https://doi.org/10.25058/20112742.n29.06
). Sin embargo, nosotros sostenemos que, aunque
distintos elementos de las herencias coloniales permean nuestras
sociedades, esto no significa que su representación haya sido siempre la
misma, o que generaciones anteriores los hayan pensado bajo los mismos
términos que hoy se evocan.
Se podrá objetar que la esclavitud y
el colonialismo son hechos históricos incuestionables como tales, y que
la memoria que se solicita no hace sino reconocer una verdad consabida.
Suponer esto nos hace volver a una concepción del pasado como algo cuyo
sentido está fijo y que puede o no ser captado correctamente por el
relato histórico. Al contrario, la narrativa articulada en torno al
concepto de memoria corresponde al surgimiento de un modo específico de
apropiación del pasado, datable y documentable. A diferencia de
sociedades del pasado, las sociedades contemporáneas perciben la
violencia y el sufrimiento como algo insoportable y escandaloso, motivo
por el cual se le otorga importancia a las víctimas y a los mecanismos
que pueden contribuir a sanar las heridas históricas dentro de un nuevo
“consenso compasivo” (Erner 2006Erner, Guillaume, 2006, La société des victimes, La Découverte, París.
).
Bajo la idea de que la memoria transforma la relación con el pasado, este artículo abordará algunos aspectos de la reinterpretación del pasado colonial de México iniciada al final de los años sesenta del siglo pasado. Este proceso no implicó inmediatamente la aparición explícita del concepto de memoria, sino que primero surgieron nuevos conceptos para nombrar el pasado como un peso y como una realidad que requiere ser reconocida y reparada.
Antes de ser considerado un periodo que exige una disculpa histórica, el pasado colonial de México ocupó un lugar distinto en la narrativa nacional como un pasado que puede ser superado con el advenimiento de la libertad y el progreso para toda la nación. Sin embargo, como mostraremos, hacia el último cuarto del silgo xx se produjo una inversión de ese relato, pues comenzó a mirarse a la nación no como el momento de liberación del colonialismo, sino como una comunidad que perpetúa y hasta intensifica el colonialismo y la dominación sobre los indígenas, entendidos como minorías nacionales. Si el relato nacional veía en los indígenas a los ancestros nacionales por excelencia, la nueva narrativa redefinió su identidad como víctimas ancestrales de un largo, continuo y aún vigente proceso de destrucción cultural. Veremos también que surgió entonces un concepto para nombrar esa destrucción como un crimen: etnocidio. Desde este concepto, se planteó que la llamada “historia del pueblo mexicano” no sería sino un nombre halagador para la negación de los indígenas, continuamente sometidos a formas sucesivas de colonialismo.
Ante tales cambios en la representación del pasado, planteamos algunas cuestiones sobre el concepto de etnocidio, base de la memorialización del pasado colonial en México: ¿En qué condiciones apareció este concepto? ¿Qué actores son identificables en su génesis? ¿Cómo se difundió? ¿Cuál es la relación específica entre el concepto de etnocidio y el concepto de memoria? ¿Qué significa pensar el pasado colonial de México desde la memoria y no exclusivamente desde el relato nacional? Son preguntas que exploraremos en tres etapas. Primero abordaremos la fisura que se produjo a finales de los años sesenta y que rompió con el indigenismo a través de una lectura histórica articulada en torno al concepto de etnocidio. Después reflexionaremos sobre las transferencias de sentido que van del genocidio al etnocidio y, así, del Holocausto al colonialismo. Para ello, nos detendremos en el cuestionamiento de la idea del progreso que se produjo hacia la segunda mitad del siglo xx, misma que dio lugar a la configuración de narrativas alternativas que incluyen a los pasados coloniales. Por último, proponemos elucidar el vínculo entre la concepción del pasado colonial como etnocidio y la aparición explicita del concepto de memoria que hace referencia al pasado indígena en una doble dimensión: como traumatismo histórico (época colonial) y como rememoración del pasado prehispánico, entendido como un tiempo vivo que puede recuperarse para construir un futuro alternativo. Veremos cómo ambas dimensiones plantean distintas problemáticas, entre ellas la permanencia en el presente de una indigeneidad caracterizada por la condición de víctima.
El relato histórico del indigenismo y su pérdida de evidencia
⌅El
historiador François Hartog plantea que las distintas articulaciones
entre el pasado, el presente y el futuro hacen posible la escritura de
ciertas historias y no de otras (Hartog 2003Hartog, François, 2003, Régimes d’historicité. Présentisme et expérience du temps, Seuil, París.
).
Esta idea da cuerpo al concepto heurístico de regímenes de historicidad
desde el cual el autor indaga cómo distintas sociedades han pensado al
tiempo y, desde él y con él, se han pensado a sí mismas. Su
investigación muestra que esta relación con el tiempo y con las tres
temporalidades del pasado, el presente y el futuro, ha cambiado y sigue
cambiando. A lo largo de la historia han surgido, se han desvanecido o
han convivido narrativas que buscan captar esas relaciones con el
tiempo, pero que sustentan también distintos proyectos de sociedad.
Si bien la teoría de los regímenes de historicidad se desarrolló para el contexto europeo, también fue ideada como una herramienta antropológica para abordar las relaciones que otras sociedades mantienen con el tiempo. No obstante, cabe recordar que Europa es el producto de sus intercambios con otras latitudes, así como de fenómenos globales. Tal es el caso de los procesos de formación nacional que, tanto en Europa como en América Latina, se profundizaron en el siglo xix. En México, el régimen colonial iniciado en 1521 llegó a su fin durante ese siglo. Esta transición, y la fundación de un Estado-nación pretendió generar una unidad territorial, cultural, lingüística e histórica, e implicó la forja de un relato para dar vida a la “nación” como personaje de la historia.
Como muestra Tomás Pérez Vejo, en el México
independiente primero convivieron dos narrativas en torno a la nación:
la conservadora y la liberal. Aunque los conservadores pensaban al país a
la vez como producto del pasado colonial y como una comunidad lista
para tener una vida independiente, sostenían que no se debía romper con
España. Los conservadores veían a la conquista como el origen de México y
defendían la herencia hispánica como la fuente de personalidad
histórica de la nación. El relato liberal pensaba a México de una manera
distinta, en una secuencia que ve a la época prehispánica como el
origen del México auténtico, a la conquista como su violenta muerte y a
la independencia y el liberalismo como su resurrección y regeneración (Pérez Vejo 2008Pérez Vejo, Tomás, 2008, España en el debate público mexicano, 1836-1867. Aportaciones para una historia de la nación, El Colegio de México/Escuela Nacional de Antropología e Historia/Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.
).
La
estabilización de la idea de México como un país de origen prehispánico
tuvo lugar durante la dictadura de Porfirio Díaz (1876-1910), un
régimen que paradójicamente compartía más rasgos con los conservadores
que con los liberales. En este periodo, la visión del pasado
prehispánico como prehistoria nacional comenzó a institucionalizarse a
través de una nueva iconografía que ensalzaba a los “ancestros aztecas”
desde las Bellas Artes (Lecouvey 2022Lecouvey, Marie, 2022, “Nos ancêtres les aztèques”? Beaux-Arts et identité nationale au Mexique 1861-1911, L’Harmattan, París.
).
Las civilizaciones prehispánicas se exhumaron para dar personalidad
histórica al México moderno, como atestiguan las estatuas de gobernantes
prehispánicos que se colocaron en el espacio público en ese entonces.
La idea de México como un país con un pasado profundo también se exportó
internacionalmente, tal como ocurrió en la exposición universal de
París en 1889 para la cual el gobierno mexicano instaló un pabellón con
representaciones de reyes y poetas prehispánicos como elementos
representativos de México (Ramírez 1988Ramírez, Fausto, 1988, “Dioses, héroes y reyes mexicanos en París, 1889”, Historia, leyendas y mitos de México: su expresión en el arte. Memorias del XI Coloquio Internacional de Historia del Arte, UNAM-Instituto de Investigaciones Estéticas, México, pp. 201-258.
).
La idea subyacente era mostrar al país como una nación que posee una
antigüedad clásica, tal como las naciones europeas, digna entonces de
encaminarse hacia el progreso y, además, de atraer hacia sí capitales de
sus pares. Esto respondía al proyecto de modernizar el país y de
conducirlo al progreso como horizonte de futuro, como postulaban los
“científicos”, intelectuales y funcionarios que dirigieron a México
durante el porfiriato. El leitmotiv de la época, “Orden y
progreso”, se sustentaba en la idea de un pueblo que posee una grandeza
histórica ancestral que justifica un futuro prometedor.
En su
trabajo sobre la semántica del tiempo histórico, Reinhart Koselleck
señala que lo propio de la modernidad occidental fue la introducción de
la idea del futuro como un tiempo nuevo (Neuezeit), distinto del pasado y no contenido en él (Koselleck 1990Koselleck, Reinhart, 1990, Le futur passé. Contribution à la sémantique des temps historiques, l’EHESS, París.
). El concepto de progreso fue la figura que dio nombre a lo por-venir.
México no estuvo exento del desarrollo de esta concepción del tiempo
moderno, algo que se relaciona con la admiración hacia los países
europeos (particularmente hacia Francia), que se concebían como sinónimo
de alta cultura, de ciencia, de arte y, en suma, de futuro. Así, al
tiempo que se glorificaba el pasado prehispánico como fuente de la
autenticidad nacional, se aspiraba a un futuro europeizante.
A
pesar de la ruptura que implicó la Revolución de 1910 y que socavó la
dictadura porfirista, el imaginario histórico no sufrió modificaciones
considerables. El indigenismo posrevolucionario fundó su proyecto de
reconstrucción nacional en un relato que retomó lo esencial de la
narrativa decimonónica: los ancestros nacionales son prehispánicos y el
horizonte de futuro es el progreso. La novedad que se introdujo fue la
transformación de poblaciones del presente en herederos del pasado
prehispánico. Así surgió en el siglo xx la figura del indio vivo como depositario de los orígenes nacionales y
como parte vertebral del “nosotros” nacional. Empero, al igual que en el
siglo xix, no se lo
consideraba portador de futuro alguno. Al contrario, las poblaciones
subsumidas bajo esa categoría (en su mayoría rurales y campesinas), eran
vistas como un primitivo interno que debía ser modernizado, a la vez
que se preservaba su esencia cultural. Esto dio lugar al régimen
nacional de alteridad en el que el indio permanece como otro que es
parte del “nosotros” (López Caballero 2017López Caballero, Paula, 2017, Indígenas de la Nación. Etnografía histórica de la alteridad en México (Milpa Alta, siglos XVII-XXI), Fondo de Cultura Económica, México.
).
Sin embargo, esto no se entiende sin destacar que, mientras que el
indio era un concepto temporalizante que encarnaba el pasado nacional,
se desplegaba otra figura portadora del futuro: el mestizo (Zermeño Padilla 2011Zermeño
Padilla, Guillermo, 2011, “Del mestizo al mestizaje: arqueología de un
concepto”, Böttcher, Nikolaus, Bernd Hausberger y Max S. Hering Torres,
2011, El peso de la sangre. Limpios, mestizos y nobles en el mundo hispánico, El Colegio de México, México, pp. 283-318.
).
Como
corriente intelectual y política, el indigenismo postuló que la
reconstrucción nacional requería de la homogeneización de las
diferencias, principalmente de la alteridad india, ante lo cual se
planteó su necesaria fusión con el mestizo. El arqueólogo Manuel Gamio
(precursor de indigenismo contemporáneo) estimaba que la unificación de
las razas era la condición para forjar la nación: “así, esta
homogeneidad racial, esta unificación de tipo físico, este avance y
feliz fusión de razas, constituye la primera y la más sólida base del
nacionalismo” (Gamio 1916, p. 13Gamio, Manuel, 1916, Forjando patria (pro nacionalismo), Porrúa, México.
).
La tarea del indigenismo era alcanzar dicha homogeneización a través de
una intervención social que abarcara políticas sanitarias y de
educación, y cuyo objetivo era incorporar al indio a una nación
orientada hacia el futuro. Así se zanjó la disputa entre la concepción
del indio como entidad primitiva y perteneciente al pasado y la nación
como una comunidad capaz de orientarse al futuro. Gamio mismo afirmaba
que: “El indio está retrasado con respecto a la civilización
contemporánea, ya que esta última, al poseer un carácter científico,
conduce a mejores resultados prácticos” (p. 16Gamio, Manuel, 1916, Forjando patria (pro nacionalismo), Porrúa, México.
).
A
pesar de las diferencias en el indigenismo para definir lo indio, la
división temporalizante entre un pasado arcaico y un futuro por
construir permaneció. Esa idea también caracterizó la etapa de
consolidación teórica y política del indigenismo, que vino con la
creación del Instituto Nacional Indigenista en 1948, una entidad que
puso en marcha las políticas para la homogeneidad nacional (Medina 2000Medina,
Andrés, 2000, “Los ciclos del indigenismo: la política indigenista en
el siglo XX”, en Natividad Gutiérrez Chong, Marcela Romero Jarcia y
Sergio Sarmiento Silva (comps.), Indigenismos. Reflexiones críticas, Instituto Nacional Indigenista, México, pp. 63-80.
).
Mientras que Gamio sostenía una visión del indio como una esencia
histórica encarnada en poblaciones del presente, Alfonso Caso definía lo
indio ante todo como una comunidad limitada por su propio aislamiento.
Para Gonzalo Aguirre Beltrán, los indios constituían una casta que debía
superar esa condición para convertirse en una clase social capaz de
progreso; según este autor emblemático del indigenismo, sobre el indio
pesaba la subordinación heredada de la Colonia, y la única manera de
resolver esto era a través de la antropología indigenista, ciencia y
fuerza vital “que provee los elementos teóricos y los instrumentos
prácticos para la elaboración y puesta en marcha de una política social y
económica de integración nacional” (Aguirre Beltrán 1957, p. 132Aguirre Beltrán, Gonzalo, 1957, El proceso de aculturación y el cambio sociocultural en México, UNAM, México.
).
Para el indigenismo, el pasado colonial se consideró negativo sólo en la medida en que se veía como causa del atraso de los indios, y se planteaba, no su reparación, sino su superación a través del advenimiento de la nación mestiza. Si bien la tarea de imaginar un futuro mejor no se encomendó a la ciencia histórica, sino a la antropología, la articulación entre el pasado, el presente y el futuro estaba marcada por una creencia en la Historia, entendida como rumbo civilizatorio hacia el porvenir. 2 François Hartog ha puntualizado que esta fe moderna en el futuro sostuvo también la creencia en la Historia, traducida en relatos capaces de dar cuenta del avance de las sociedades desde el pasado hacia el porvenir. Estos relatos tomaron específicamente la forma de las historias nacionales (Hartog 2013). La articulación indigenista de la temporalidad puede considerarse un régimen nacional de historicidad que prolongó el imaginario histórico del siglo xix y que percibió a México como un país con un pasado indígena y con un futuro mestizo, de manera que podemos decir que el mestizaje fue el principal concepto histórico portador de la temporalidad futura, clave de lo que podemos llamar el “futurismo indigenista” expresado en un relato nacional.
Ahora bien, si el imaginario indigenista pensaba así la historia, en la práctica los antropólogos realizaban misiones etnográficas, reconstrucciones culturales u ocupaban cargos en el inah, el ini o la enah que tenían como finalidad conocer la realidad que llamaban indígena para intervenir en ella a través de políticas públicas. No era un ambiente propicio para elaborar una crítica de su ciencia, que entonces se consideraba un saber de importancia nacional. No fue sino hasta los años sesenta que se consolidaron distintas críticas que ya se habían planteado antes, aunque de manera marginal. Desde los años cincuenta, una línea distinta de pensamiento comenzó a introducirse en la enah, uno de cuyos representantes fue el investigador Ángel Palerm, proveniente del exilio español. Antiguo militante anarcosindicalista en España, Palerm se alejó de la antropología indigenista a través de nuevos trabajos sobre las bases económicas de las sociedades mesoamericanas que, además, planteaban el problema de las relaciones entre los indígenas y el Estado. En esa misma década, Eric Wolf, un antropólogo radicado en Estados Unidos, difundía con cierto éxito trabajos sobre los procesos de construcción de la nación desde un punto de vista marxista que resaltaba además los beneficios de los estudios globales y menos nacionalistas como clave de lectura de los problemas históricos y antropológicos. En estos años no sólo se introdujeron otras concepciones de la antropología, sino que se formó un ambiente político nuevo en la enah, donde surgieron asociaciones de estudiantes que comenzaron a militar contra la enseñanza clásica de la antropología indigenista, tales como la saenah (Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional de Antropología e Historia) o el mom (Miguel Othón Mendizábal, en honor al antropólogo y educador mexicano). Los miembros del mom habían comenzado a militar contra la antropología indigenista, pero también contra el imperialismo, inspirándose en la Revolución cubana y en el pensamiento anticolonialista. El año de 1968 fue un momento de cristalización de esta impugnación de la antropología indigenista en el contexto del movimiento estudiantil que cuestionaba frontalmente a un régimen nacionalista que, a través de su partido oficial (pri), había monopolizado la política. En las protestas del 68 participaron estudiantes y profesores de la enah que fueron reprimidos, con el beneplácito de los intelectuales indigenistas. Esto trajo consigo batallas políticas y científicas, así como polarizaciones entre la antropología indigenista y las nuevas corrientes críticas, lo que provocó la expulsión de la enah de antropólogos de orientación marxista, de ideologías tercermundistas y antiimperialistas. Todo ello abrió camino para la formación de un pensamiento opuesto al indigenismo y a su visión de la sociedad y de la historia mexicanas.
La mayoría de los antropólogos críticos se formaron en la enah y comenzaron a difundir sus propuestas en los años sesenta, época en
que se encontraban terminando sus estudios o impartiendo clases. Entre
ellos, algunos nombres son ya clásicos: Guillermo Bonfil Batalla,
Margarita Nolasco, Mercedes Olivera, Salomón Nahmad y Arturo Warman,
cuyas ideas concordaban con las de intelectuales de otras disciplinas
que también difundían sus críticas contra la ideología nacionalista de
la homogeneidad y contra lo que entonces comenzó a nombrarse la
dominación colonial de los pueblos indígenas. Si bien este cambio es
vasto y no es éste el espacio para ofrecer todo el panorama, en el que
muchas obras ya han abundado (García Mora y Medina 1983García Mora, Carlos y Andrés Medina (comps.), 1983, La quiebra política de la antropología social en México, tomo I, “La Impugnación”, UNAM-Instituto de Investigaciones Antropológicas, México.
y 1986García Mora, Carlos y Andrés Medina (comps.), 1986, La quiebra política de la antropología social en México, tomo II, “La Polarización”, UNAM-Instituto de Investigaciones Antropológicas, México.
), nos gustaría enfocarnos específicamente en la inversión del sentido indigenista de la historia que produjo esta generación.
Los antropólogos críticos mencionados, junto con diversos intelectuales de otros países, estaban comprometidos con la denuncia de los efectos duraderos, presentes y continuos del colonialismo sobre las poblaciones indígenas de las Américas. Una de las tesis principales de esta denuncia consistía en entender a los Estados-nación no como liberadores de las poblaciones indígenas, sino como actores que perpetúan la dominación colonial, tal como se expresaría más tarde en 1971 en la Primera Declaración de Barbados.
La idea de un continuum colonial
que sostendría el funcionamiento de los Estados-nación en detrimento de
las poblaciones indígenas fue el trasfondo de obras a través de las
cuales los antropólogos críticos atacaron a la antropología indigenista,
cuyo relato comenzó a perder su evidencia. Tal es el caso del
importante libro De eso que llaman antropología mexicana publicado en 1970, y en el cual un grupo de antropólogos sistematizó la
crítica al indigenismo. Dirigido por Arturo Warman, este texto cuestiona
la idea de la asimilación cultural como único porvenir para los
indígenas y como única forma de participar en la política para su
desarrollo. Warman afirmaba que las relaciones entre culturas diferentes
(la nacional y la indígena en este caso) se daba en términos de
dominación y bajo el auspicio de una antropología de origen occidental y
expansionista de la que participaba la antropología mexicana oficial (Warman et al. 1971Warman, Arturo, Margarita Nolasco, Guillermo Bonfil Batalla, Mercedes Olivera y Enrique Valencia, 1970, De eso que llaman antropología mexicana, Nuestro tiempo, México.
).
Para él, dicha antropología oficial producía un conocimiento de los
indígenas que sólo servía para su dominación, pues buscaba incorporar al
indio a los valores occidentales: “la nación, el Occidente, absorberá
en contraparte los ‘valores positivos’ indígenas, como el arte, la
sensibilidad y, por supuesto, la historia. [La integración] profetiza
que de esta fusión emergerá una cultura nacional, una patria fuerte y
equilibrada, cuna de una raza cósmica, tal como diría José Vasconcelos” (p. 27Warman, Arturo, Margarita Nolasco, Guillermo Bonfil Batalla, Mercedes Olivera y Enrique Valencia, 1970, De eso que llaman antropología mexicana, Nuestro tiempo, México.
). Además, estimaba que el indigenismo sólo proponía beneficios teóricos para sus víctimas.
Guillermo Bonfil Batalla, uno de los antropólogos críticos más
prominentes, compartía estas críticas y, a su vez, subrayaba que el
indigenismo enmascaraba las verdaderas relaciones de dominación
desarrolladas y reforzadas desde la conquista, lo que generaba una falsa
consciencia en los indígenas y una alienación de la nación al negar a
su otro como parte de sí misma. En esta dialéctica de amo y esclavo, le
habría sido robado al indio su propio pasado para ser transformado en el
pasado de una nación occidentalizada (p. 53Warman, Arturo, Margarita Nolasco, Guillermo Bonfil Batalla, Mercedes Olivera y Enrique Valencia, 1970, De eso que llaman antropología mexicana, Nuestro tiempo, México.
).
En el mismo tono, Margarita Nolasco, autora de un artículo en el mismo
libro, denunciaba que al indio se le impedía incluso gestionar su propio
destino, proponiéndosele sólo su integración a una cultura que para él
es externa, la occidental (p. 83Warman, Arturo, Margarita Nolasco, Guillermo Bonfil Batalla, Mercedes Olivera y Enrique Valencia, 1970, De eso que llaman antropología mexicana, Nuestro tiempo, México.
).
En la voz de los autores del libro De eso que llaman antropología mexicana apareció una acusación mayor al indigenismo: la de ser un mito, el mito de la homogeneidad nacional que no hacía sino perpetuar el colonialismo bajo una imposición de los valores de la cultura occidental.
En
las críticas al indigenismo, entendido no como una fuerza liberadora de
la condición colonial, sino como una ideología colonialista, apareció el
concepto de etnocidio para calificar la intervención indigenista
en el mundo indígena. En esos mismos años, los setenta, dos
antropólogos argentinos radicados en México, Miguel Alberto Bartolomé y
Alicia Barabas, acusaron al Estado mexicano de acciones etnocidas
perpetuadas mediante proyectos nacionales de modernización, y en
particular la construcción de una presa en Oaxaca que, tras iniciarse en
1949, había supuesto expropiaciones y desplazamientos de las
poblaciones mazatecas y chinantecas de la zona. Este caso les permitió
presentar al Estado y a la política indigenista como culpables de un
exterminio cultural, definido como “un cambio radical en su organización
social [de los indígenas] y política y, finalmente la probable muerte
de muchos de ellos después de dejar sus tierras y los rituales de sus
ancestros” (Bartolomé y Barabas 1974, p. 80Bartolomé,
Miguel y Alicia Barabas, 1974, “Hydraulic Development and Ethnocide:
The Mazatec and Chinantec People of Oaxaca, Mexico”, Critique of Anthropology, no. 1, vol. 1, pp. 74-102. https://doi.org/10.1177/0308275X7400100105
). Estas acusaciones desataron la polémica y la
respuesta de intelectuales indigenistas como Gonzalo Aguirre Beltrán,
quien calificaba esas denuncias de irresponsables y de un
desconocimiento del auténtico espíritu del indigenismo
posrevolucionario, que no tenía otro objetivo sino el de ofrecer a las
comunidades indígenas los instrumentos de la cultura moderna que les
permitirían sobrevivir frente a amenazas externas como la invasión de
sus tierras o el asesinato de sus miembros (Aguirre Beltrán 1975Aguirre Beltrán, Gonzalo, 1975, “Etnocidio en México: una denuncia irresponsable”, América indígena, Instituto Indigenista Interamericano, vol. 35, no. 2, pp. 405-418.
).
Dicha postura coincidía con su concepto de las regiones
interculturales, emplazamientos en que se sitúan las comunidades
indígenas, expoliadas y agredidas por una sociedad no indígena.
A pesar de la defensa que los indigenistas trataron de emprender de su práctica social y científica, esta época fue el inicio de su declive. En los años posteriores, se fue desvaneciendo el horizonte de espera del indigenismo (la forja de una nación homogénea y la incorporació del indio a la civilización occidental encarnada en el mestizo). El finalde los años sesenta fue la puerta de entrada de nuevos conceptos que fracturaron sin remedio las ideas del indigenismo que daban sustento a una utopía y a un pacto político orientado por una visión moderna de la historia. Así, la Historia, encarnada en un relato nacional, fue puesta en cuestión. El pasado colonial cambiaba de sentido: dejaba de significar un tiempo que puede ser superado gracias a los esfuerzos de la nación mestiza, portadora de un futuro moderno, y pasaba a ser un pasado-presente cuya violencia es perpetuada por la nación misma.
La Historia etnocida y el nuevo sentido del pasado colonial
⌅El lugar central que la antropología crítica adquirió en los años posteriores en México nos ha habituado a pensarla como un campo de críticas innovadoras contra el colonialismo y la dominación de los indígenas entendida como una larga historia. Sin embargo, el cambio de perspectiva sobre el pasado colonial mexicano es también el producto de una circulación internacional de ideas y de conceptos, como es el caso específico del concepto de etnocidio.
La forja y la difusión del concepto de etnocidio tiene su punto de partida en el pensamiento de Robert Jaulin, etnólogo francés cuyos trabajos sobre África y las Américas fueron de importancia capital desde finales de los años sesenta para la elaboración de una crítica a las ideologías de la homogeneidad cultural en América Latina. Jaulin se había enfocado en sus primeros estudios en sociedades africanas, entendidas como mundos con sus propias lógicas a los que inadecuadamente se pensaba en Europa como primitivos; más tarde reforzó su visión a través de un estudio de las sociedades latinoamericanas y de un compromiso político con las poblaciones indígenas. Su crítica a la visión que oponía el Occidente moderno a las “culturas atrasadas” se inscribió en el nuevo ambiente intelectual de la antropología que surgió en la época posterior a la Segunda Guerra Mundial y que se caracterizó por el desvanecimiento del “gran relato” del mundo moderno.
El cuestionamiento de Occidente se vincula con
la ola de descolonización en países de África y Asia iniciada a mediados
del siglo xx, un contexto
que nutrió al pensamiento anticolonial, tanto en prácticas militantes
como en corrientes académicas. Trabajos como los del africanista Georges
Balandier sobre la “situación colonial” y los pueblos del Tercer Mundo
fueron pioneros (Balandier 1951Balandier, George, 1951, “La situation coloniale. Approche théorique”, Cahiers Internationaux de Sociologie, vol. 11, pp. 44-79.
).
Claude Lévi-Strauss también contribuyó al cuestionamiento de Occidente
como civilización superior, y afirmó que se pueden observar sus fallas
mirándola desde el estudio de otras civilizaciones (Lévi-Strauss 1955Lévi-Strauss, Claude, 1955, Tristes tropiques, PLON, París.
).
No obstante, en el terreno de la antropología americanista el quiebre
vino con la generación trasnacional a la que perteneció Jaulin y que
difundió una nueva visión sobre el pasado colonial como historia
continua de dominación y de repetidas tentativas de exterminio cultural o etnocidio.
A través del concepto de etnocidio, Jaulin
examinó a Occidente como una fuerza históricamente destructora de la
cultura de otros pueblos. En su obra define este concepto como “el acto
de destrucción de una civilización, el acto de descivilización. Este
acto puede permitir caracterizar el ‘sujeto’ culpable de etnocidio […]
el término ‘etnocidio’ está construido a la manera del término
‘genocidio’, que a su vez fue construido a la imagen del ‘homicidio’ ” (Jaulin 1974, p. 10Jaulin, Robert, 1974, La décivilisation. Politique et pratique de l’ethnocide, Complexe, Bruselas.
).
Como él señala, había comenzado primero a utilizar el término de
genocidio cultural a inicios de los años sesenta, después de sus
investigaciones en la Amazonía, en donde había podido documentar la
destrucción de las culturas indígenas por los proyectos de modernización
estatales emprendidos en aquel entonces por el Estado brasileño que se
encontraba bajo una dictadura militar desde 1964. Así, el etnocidio
nombra a Occidente como el sujeto específico de la destrucción de la
cultura, que Jaulin consideraba también la destrucción de la diversidad
de los pueblos en aras de la imposición de la cultura occidental como
universal. Para el etnólogo, esto desvelaba el espíritu del
colonialismo, entendido como la muerte de los otros, condenados a un
vacío generado a causa de la idea de la universalidad de una sola
cultural (Jaulin 1977Jaulin, Robert, 1977, Les chemins du vide, Christian Bourgois éditeur, París.
).
Un
aspecto esencial de su concepción del etnocidio es la carga histórica
de este concepto, con la que el antropólogo pretendía nombrar a toda la
trayectoria occidental como un pensamiento dominado por una visión
profética de la historia. En algunos de sus manuscritos inéditos, Jaulin
afirma que esa visión profética se sustenta en la promesa de un
porvenir al que se dirige la marcha de la historia. Bajo tal promesa se
habrían cometido las peores atrocidades, como la destrucción del ser
cultural de los pueblos: “frente a ese ser-ahí (la cultura), la profecía
llama a un más allá del hombre, a un ser fantasmal hecho de guerra, de
arbitrariedad, de ley no compartida, sino impuesta”.
3
Extracto
de un manuscrito de Robert Jaulin a propósito de un proyecto de doce
filmes titulados “La trayectoria profética” que debían documentar el
etnocidio en diversos países, pero que no fueron realizados. Fondo de
Archivos Robert Jaulin imec, Caen, Francia, Caja 362JLN/1.
Esta trayectoria profética es la creencia occidental en un futuro único
por venir. Así, Jaulin pretendía remontarse al pasado para demostrar la
antigüedad del etnocidio, cuyos orígenes identificaba lejanos. Al
respecto, planeaba escribir un libro, “El hebreo y el faraón”, cuyo
objetivo era rastrear los inicios milenarios del etnocidio. Finalmente,
estas ideas fueron publicadas en otras obras en cuales afirma que la
exterminación de los judíos en Europa no era sino la expresión más
mortífera de la intrínseca tendencia de Occidente al totalitarismo y a
la supresión de toda otra civilización (Jaulin 1977Jaulin, Robert, 1977, Les chemins du vide, Christian Bourgois éditeur, París.
; Jaulin 1995Jaulin, Robert, 1995, L’Univers des totalitarismes. Essai d’ethnologie du non-être, Loris Talmart, París.
).
De manera que la colonización de las Américas formaba parte de esa
inclinación occidental a la destrucción y a la imposición de su cultura.
Aunque
Jaulin nombró al colonialismo con el concepto de etnocidio, recordemos
que pensadores anticoloniales como Frantz Fanon y Aimé Césaire ya habían
avanzado críticas fuertes contra el colonialismo y la idea de
civilización. Desde los años cincuenta, Césaire se refería a la
colonización como “descivilización” y como una negación de la humanidad
del hombre negro y de todas las poblaciones nativas colonizadas.
Asimismo, afirmaba que la civilización occidental se encontraba en
decadencia y en la incapacidad de resolver dos problemas: el problema
del proletariado y el problema colonial. Para él, el colonialismo era
una gangrena que perpetuaba la violencia en otras regiones y hacía
salvaje a la Europa misma, como atestiguaba la guerra provocada por el
nazismo. A sus ojos, la violencia de la Segunda Guerra Mundial no
resultaba accidental, sino que era la consecuencia del espíritu
colonialista (Césaire 1950Césaire, Aimé, 1950, Discours sur le colonialisme, Présence Africaine, París.
).
La tesis de Césaire de la Segunda Guerra Mundial como el traslado del
colonialismo a Europa es ciertamente una referencia ineludible; no
obstante, el verdadero autor del concepto de genocidio, Raphael Lemkin,
ya concebía el exterminio físico y cultural como fenómenos históricos
que pueden ser documentados en distintas partes del mundo y en distintos
periodos históricos. Lemkin pensaba que el colonialismo en las Américas
constituía un caso de genocidio físico y cultural, lo que además lo
llevó hablar de un “genocidio español”. Lemkin también creía que la
destrucción cultural era un fenómeno continuo de la historia y que una
de sus manifestaciones recientes había sido el extermino de los judíos
en Europa (McDonnel y Moses 2005McDonnel, Michael y Dirk Moses, 2005, “Raphael Lemkin as Historian of Genocide in the Americas”, Journal of Genocide Research, vol. 7, no. 4 pp. 501-521, https://doi.org/10.1080/14623520500349951
).
Es pertinente señalar que la transferencia de sentido entre dos sucesos distintos, el colonialismo y la exterminación de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, no ha dejado de ser un tema polémico, sobre todo respecto a la tan difundida (aunque cuestionada) tesis sobre la singularidad del Holocausto como un suceso sin precedentes en la historia y de una violencia sin comparación. La persistencia de esta idea ha sido uno de los retos para las memorias de los pasados coloniales, pues la aparición de estas últimas se debe a la lectura de dichos pasados bajo los términos de genocidio o de crimen contra la humanidad. Sin abundar en esto, podemos adelantar que las respuestas a estos retos memoriales son en cada caso distintas y dependen también de las tradiciones históricas nacionales y de los conflictos que se desarrollan en el presente de una sociedad.
Volvamos
ahora a la antropología crítica, que articuló su visión de la historia
en torno al concepto de etnocidio, solidario de conceptos como la
negación civilizatoria, de gran impacto en México. Después de que Jaulin
denunciara el etnocidio en las Américas en 1968, en el 38º Congreso de
Americanistas en Stuttgart, el tema siguió siendo discutido. El etnólogo
francés organizó después un coloquio internacional llamado Etnocidio a
través de las Américas, que tuvo lugar en París en 1970 y en el cual
participaron tanto intelectuales franceses como algunos
latinoamericanos. El asunto importante aquí es que enseguida se publicó
un libro titulado Le livre blanc de l’ethnocide en Amérique. Du Canada à la Terre de Feu les civilisateurs instruisent leur propre procès (1972Jaulin, Robert, 1972, Le livre blanc de l’ethnocide en Amérique. Du Canada à la Terre de Feu les civilisateurs instruisent leur propre procès, Fayard, París.
)
en el que distintos artículos empleaban el concepto para hablar de una
larga historia de destrucción cultural que parte de la conquista y
continúa su curso con la formación de los Estados-nacionales en el siglo xix y con los proyectos de modernización del siglo xx.
La historia aparecía ahí como un proceso etnocida de larga duración,
acompañado por un ideal occidental de expansión en nombre del progreso.
El libro se tradujo al español y circuló ampliamente entre los
intelectuales que comenzaban a interesarse en el problema o a
desarrollar sus críticas y acusaciones contra distintos gobiernos
latinoamericanos de la época. Uno de los antropólogos más prominentes de
la época que dialogaba con Jaulin (a veces de manera muy controvertida)
fue Darcy Ribeiro, quien también fue pionero y divulgador de la crítica
a los ideales de homogeneización y modernización latinoamericanos.
Ribeiro subrayaba que los indígenas de las Américas sufren
permanentemente los efectos perversos de la “civilización”, manifestada
por su incorporación a un mundo tecnológico que ignora la diferencia
cultural de esos pueblos (Ribeiro 1970Ribeiro, Darcy, 1970, Os índios e a civilização. A integração das populações indígenas no Brasil, Vozes, Brasil.
).
El concepto de etnocidio y la percepción de la modernización como un efecto negativo sobre los indígenas fueron ideas muy difundidas. En los años setenta, la antropología crítica ganaba cada vez más terreno. Los antropólogos de esta corriente constituían una legión que no paraba de denunciar la destrucción cultural en congresos, foros y publicaciones muy constantes y que circulaban tanto en América Latina como en otros países, siempre bajo una clave de lectura de un compromiso político para denunciar la situación y pensar cómo remediar los efectos de larga duración del pasado colonial en los indígenas latinoamericanos.
Los congresos internacionales de la Sociedad de Americanistas (basada en Francia) fueron un espacio en el que se reunieron numerosos antropólogos críticos para analizar la cuestión del etnocidio a través de trabajos de campo en distintos países y sobre distintos pueblos. 4 Los archivos de estos congresos muestran que antes de los años setenta la antropología social no era un campo con mucha presencia y el tema del etnocidio no figuraba. Fue a partir del año 1968, y después de las denuncias de Robert Jaulin, que el tema adquirió popularidad y continuidad en los años subsiguientes. Este medio intelectual era considerado por ellos una tribuna permanente de debate y de movilización de la opinión pública dentro de la asociación mundial más importante de especialistas de las Américas, cuya influencia podía ser notable en sus países. El 39º Congreso de Americanistas realizado en Lima, Perú, en 1970 fue crucial, pues a él asistió un gran número de antropólogos críticos y se continuó con la discusión y la denuncia del etnocidio en las Américas, pero esta vez en el continente en cuestión. El concepto de etnocidio permitió tanto afirmar un sentido negativo del pasado colonial, como dirigir una visión crítica hacia el presente y el futuro. Asimismo, esa vuelta al pasado colonial desde una crítica a la modernidad permitió también denunciar el pasado reciente latinoamericano, caracterizado por la instalación de dictaduras y por el intervencionismo estadounidense en plena Guerra fría, expresado en la ideología anticastrista y operado a través del programa Alianza por el Progreso, que expandía la entrada de capitales extranjeros y de programas de desarrollo en América Latina, lo que incluía zonas habitadas por indígenas. Aun cuando la aplicación de esos proyectos dependía de cada país, los antropólogos críticos consideraban que se trataba de una agresión de la modernidad (ahora desde el capitalismo e imperialismo estadounidense) a los indígenas, a quienes sólo se ofrecía la integración y la sujeción a ese nuevo sistema que perpetuaba el colonialismo ancestral. En el congreso de Lima este tema fue muy discutido, y se empleó cada vez más la idea de una oposición entre los indígenas y el capitalismo, ya que a los primeros se los percibía como pueblos tradicionales en armonía con la naturaleza, una idea muy popular hoy en día y con pocos matices.
Este evento resultó relevante por
la participación de intelectuales como Darcy Ribeiro, Miguel Alberto
Bartolomé, Stefano Varese y el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil
Batalla, quienes formaron parte del grupo que en 1971 firmó la Primera
Declaración de Barbados. Ésta fue el resultado del simposio Fricción
Interétnica en América del Sur No-Andina, coordinado por el antropólogo
crítico Georg Grünberg con el apoyo económico del Programa para Combatir
el Racismo del Consejo Mundial de las Iglesias (Ginebra), además del
auspicio de la Universidad de Berna (Suiza) y la Universidad de las
Indias Occidentales. Dicha declaración concibe la historia como un
colonialismo encubierto por la antropología y por los
Estados-nacionales, a los cuales se identificó como culpables de la
situación de los indígenas. También se señaló a la política indigenista
como encubridora de la perpetuación del colonialismo e incapaz de
liberar a los indígenas de esa dominación manifestada en repetidas
agresiones físicas y contra sus culturas, calificadas como crímenes.
Además, en esta declaración se asumió públicamente la búsqueda de una
liberación de los indígenas bajo la idea de reconocer su derecho a
establecer su propio destino (Grünberg 1972Grünberg, Georg (coord.), 1972, La situación del indígena en América del Sur. Aportes al estudio de la fricción inter-étnica en los indios no-andinos, Tierra Nueva, California.
).
Estas
ideas fueron retomadas tanto en el 41º Congreso de Americanistas
llevado a cabo en México en 1974, como en el siguiente congreso
realizado en 1976 en París, que celebró el centenario de la Sociedad de
Americanistas. En el primer evento también participó Enrique Dussel, uno
de los principales filósofos anticolonialistas, quien en aquel momento
intercambió ideas con Georg Grünberg en el panel dedicado a Bartolomé de
las Casas, considerado como el mayor defensor de los indígenas y
predecesor de la crítica contra el colonialismo. En el simposio en París
“Antropología Crítica, Política Indigenista y Colonialismo” organizado
por Jaulin, Bonfil Batalla y otros antropólogos críticos, Ribeiro retomó
el hilo de las críticas en torno a las políticas indigenistas y sus
efectos negativos en las poblaciones indígenas para destacar que, frente
a la negación de sus culturas y que significa un etnocidio, la única
solución era el reconocimiento del carácter multiétnico de las
sociedades nacionales en las Américas (Ribeiro 1976Ribeiro, Darcy, 1976, “Os protagonistas do drama indígena”, Actes du XLII Congrès des Américanistes, Société des Américanistes, vol. 3, pp. 465-478.
).
Así, el concepto de etnocidio, la crítica anticolonial y el
reconocimiento del pluralismo cultural y étnico de las sociedades fueron
ideas cruzadas que se fraguaron y pusieron en circulación en esos
espacios de la antropología crítica.
En esta época, el concepto de etnocidio adquirió una importancia capital para invertir la historia colonial y entenderla como punto de partida de un fenómeno inconcluso que pide ser resuelto porque condiciona el presente. La historia anteriormente contada por las ideologías de la homogeneidad se transformó en una Historia etnocida, obsesionada con la idea de una marcha hacia un futuro de progreso y modernidad. La modernidad pasó a ser sinónimo de etnocidio, de ataque constante y de muerte de la pluralidad de culturas indígenas. Así, con la antropología crítica apareció un nuevo sentido del pasado desde el que se reclaman derechos para las víctimas de una fuerza destructora de larga duración.
Este nuevo sentido histórico comporta un memorial en la medida en que se considera que el pasado es un presente que precisa de sanación. A continuación, veremos cómo la otra cara de la inversión de la historia indigenista en México fue la construcción de una oposición entre la Historia etnocida y la memoria indígena, entendida en una doble dimensión: como el recuerdo de los agravios ancestrales, pero también como motor de un futuro concebido no como el advenimiento de un tiempo nuevo, sino como la recuperación de una identidad que habría resistido siglos de colonialismo: la identidad indígena.
El surgimiento de la memoria indígena:pasados-presentes, futuros y paradojas
⌅Previamente hemos hablado del etnocidio como la noción que permitió efectuar el giro que va de la Historia nacional a la memoria indígena. También clave para este giro fue el concepto de “colonialismo interno”, trabajado por el sociólogo Pablo González Casanova y por el antropólogo Rodolfo Stavenhagen. Si el concepto de etnocidio se apoyaba en la condena al genocidio, tipificado como crimen en el derecho internacional tras la Segunda Guerra Mundial, la noción de colonialismo interno llevaba la denuncia del colonialismo al interior de las fronteras nacionales. Esta noción surge en pleno periodo de descolonización, particularmente vigoroso en África y Asia, y apoyado desde la onu.
Ahora bien, el surgimiento del concepto de colonialismo interno no puede explicarse sólo como un mero efecto de una buena prensa del movimiento de descolonización. Recordemos que la ideología nacionalista revolucionaria mexicana no tenía ningún problema en manifestar su simpatía por los movimientos de liberación nacional, ya que sus líderes se veían a sí mismos como la encarnación de dicho movimiento. Esto es porque los países periféricos como México, independientes en el papel, no habían logrado hacer valer su soberanía. Nacionalistas y antiimperialistas, los jefes del partido de la Revolución mexicana podían así reclamar legítimamente que hacían en su país lo que las incipientes naciones africanas y asiáticas intentaban en sus suelos. La acusación de “colonialismo” era pues desconcertante para ellos, y tocaba el núcleo mismo de la ideología nacionalista revolucionaria mexicana. Esta acusación se aprecia de manera particularmente clara en el antropólogo Stavenhagen, quien consideraba que había una continuidad del racismo y el exterminio desde la conquista, pasando por las experiencias imperialistas franco-británicas, la fundación de los Estados modernos y la situación de los indígenas en América Latina en los proyectos conducidos bajo las ideologías del mestizaje. Stavenhagen afirmaba sin ambages:
Yo, en lo personal, soy de la opinión de que
la diferencia entre los científicos sociales que contribuyen con
conocimiento de causa a los programas de contrainsurgencia en el sureste
de Asia [véase Wolf y Jorgensen 1971Wolf, Eric y Joseph Jorgensen, 1971, “Antropología en pos de guerra”, América indígena, vol. 31, no. 2, pp. 429-449.
], o a proyectos tipo Camelot en América Latina y en otras partes, y los médicos que experimentaron
con conejillos de Indias humanos en los campos de concentración nazis,
es de grado y no de clase. El resultado final es el genocidio. (Stavenhagen 1972, pp. 223-224Stavenhagen, Rodolfo, 1972, Sociología y subdesarrollo, Nuestro Tiempo, México.
)
Al denunciar el colonialismo interno en la sociedad mexicana, los intelectuales críticos no sólo buscaban poner de manifiesto un problema científico y político, sino que empezaron también a montar prácticas discursivas e institucionales para remediar las atrocidades de la historia y transformar la identidad nacional (vista como falsa) mediante la recuperación de las identidades indígenas y de su memoria colectiva, percibidas como olvidadas desde hace cinco siglos. Podría decirse que, contra la inercia de la Historia, surge la memoria.
Hacia finales de los años ochenta apareció en México una obra que cristaliza los reclamos de más de una década sobre el etnocidio y la destrucción cultural de las poblaciones indígenas: México profundo. Una civilización negada (1987), de Guillermo Bonfil Batalla. De esta obra, el historiador Enrique Florescano señala lo siguiente:
México profundo,
su obra màs original, desenfrenada y exitosa […] es un iracundo
“memorial de la ignominia” que registra las múltiples formas de
negación, de aplastamiento y explotación de los pueblos y las culturas
indias de México […] es la gran y singular obra que, a finales del siglo xx, sistematizó con un
vigor intelectual inusitado el memorial de agravios de millones de
mexicanos pasados y presentes, y actualizó el reto de construir un
proyecto de desarrollo nacional en el que de verdad participen los
componentes negados y explotados de la nación. (Florescano 1991, p. 288Florescano, Enrique, 1991, “Bonfil Batalla: notas para una semblanza”, Boletín Americanista, no. 41, pp. 287-290.
)
En efecto, México profundo se destaca como una de las obras más alabadas y comentadas del autor, un equivalente de lo que fue el Laberinto de la soledad de Octavio Paz en los años cincuenta, como diagnóstico y construcción de una identidad nacional. Si bien encontramos en ella los ecos de las ideas incendiarias de De eso que llaman antropología mexicana, lo cierto es que el aspecto crítico se acompaña de un proyecto político amplio, apoyado en el reconocimiento del pasado indígena como un mundo que persiste a pesar de haber sido continuamente atacado por el colonialismo español, las campañas liberales y su reforma anticlerical y la mestizofilia de la Revolución mexicana. Podría decirse, pues, que desde la Conquista hasta nuestros días “eso que llaman”, ya no antropología mexicana, sino Historia de México, es la historia de una negación.
Bonfil Batalla justifica la persistencia del
pasado-presente prehispánico a través de la idea de que existe una
memoria indígena que ha sido capaz de sobrevivir y resistir, entendida
como “una consciencia de lo que fue perdido, pero puede ser recuperado” (Bonfil Batalla 2006, p. 64Bonfil Batalla, Guillermo, 2006, México profundo. Una civilización negada, De Bolsillo, México.
).
Aunque en realidad no pensaba que se hubiese perdido algo con la
colonización ya que, a su juicio, la memoria indígena es un sólido
conjunto de conocimientos, prácticas rituales, creencias mágicas y
relaciones con la naturaleza que constituirían un patrimonio histórico y
milenario que permite a los indígenas disponer de “competencias
acumuladas y perfeccionadas a lo largo de los siglos” (p. 109Bonfil Batalla, Guillermo, 2006, México profundo. Una civilización negada, De Bolsillo, México.
).
Si la identidad indígena constituye una suerte de esencia transhistórica, fundamentada en una memoria colectiva, Bonfil Batalla también pensaba que el colonialismo era un fenómeno continuo y reactualizado por actores diferentes (lo que los pensadores decoloniales llaman hoy “colonialidad”). El concepto con el que nombra esta situación que perdura desde hace 500 años, es el de “desindianización”, entendido como:
un
proceso histórico a través del cual las poblaciones que poseían
originalmente una identidad singular y distintiva, fundada en una
cultura propia, son obligadas a renunciar a esta identidad, con todos
los cambios que eso implica en su organización social y su cultura. La
desindianización no es el resultado del mestizaje biológico, sino la
acción de fuerzas etnocidas que terminan por impedir la continuidad
histórica de un pueblo como una unidad social y culturalmente
diferenciada. (Bonfil Batalla 2006, p. 42Bonfil Batalla, Guillermo, 2006, México profundo. Una civilización negada, De Bolsillo, México.
)
El antropólogo considera que la memoria indígena “preserva el recuerdo de la desventuras pasadas” (p. 189Bonfil Batalla, Guillermo, 2006, México profundo. Una civilización negada, De Bolsillo, México.
),
pero también de un tiempo anterior de armonía, lo que, según él,
permite también comprender el pasado colonial como una etapa
“transitoria”, “reversible”, para lo cual es necesario volver al
auténtico pasado, el precolonial, como (y en esto radica la distancia
con el relato nacional indigenista) una fuente de futuro y de fundamento
para una subversión indígena contra la nación que los habría sumido en
el olvido durante 500 años. Asimismo, piensa que “el regreso hacia el
pasado se ha así transformado en un proyecto para el futuro” (p. 189Bonfil Batalla, Guillermo, 2006, México profundo. Una civilización negada, De Bolsillo, México.
). Aunque este argumento aparece en su México profundo,
la idea de que es posible recuperar el pasado indígena para abrir el
porvenir ya estaba presente en una obra que previamente publicó en 1981: Utopía y revolución. El pensamiento político contemporáneo de los indios en América Latina,
en el que ofrece un número importante de documentos producidos por
organizaciones indígenas en reuniones y foros nacionales e
internacionales, y en cuya introducción sostiene que la posibilidad de
recuperar el pasado precolonial a través de la liberación se debe a que
la esencia del mundo mesoamericano estaría intacta. Para él, volver al
pasado no significa quedarse ahí, sino que “se trata de actualizar una
historia colonizada, liberarla y construir con ella. Es poner fin a un
capítulo, cerrar el paréntesis colonial, pasar la página e ir hacia
adelante. Es un poderoso llamado hacia el porvenir” (Bonfil Batalla 1981, p. 40Bonfil Batalla, Guillermo, 1981, Utopía y revolución. El pensamiento político contemporáneo de los indios en América Latina, Nueva Imagen, México.
).
Desde
su lectura del pasado, Bonfil Batalla abogaba por la construcción de
una futura nación plural, sustentada en el reconocimiento del “México
profundo”, negado por la nación ilusoria del “México imaginario”. El
único horizonte de este México imaginario sería volverse la copia de las
naciones occidentales en un territorio en donde existen antiguas
civilizaciones con sus propios valores y tradiciones, lo cual lo
llevaría a su propia decadencia, al continuar sojuzgando a los que
constituyen su verdadera esencia. Desde los estudios de la memoria, es
interesante que para este pensador “la historia reciente de México, la
de los últimos 500 años, es la historia del enfrentamiento permanente
entre los que pretenden orientar el país hacia un proyecto de
civilización occidental y aquellos que resisten, desde sus modos de vida
de origen mesoamericano” (Bonfil Batalla 2006, p. 9Bonfil Batalla, Guillermo, 2006, México profundo. Una civilización negada, De Bolsillo, México.
).
Frente a esta larga historia de negación, existiría una alternativa:
“construir sociedades plurales en las que podrán coexistir sectores
sociales con culturas diferentes sin que haya entre ellos relaciones de
desigualdad. Es decir, reconocer y aceptar la diferencia, y organizar la
sociedad a partir de esta diferencia y no contra ella, como lo hemos
hecho hasta ahora” (Bonfil Batalla 1992Bonfil Batalla, Guillermo, 1992, “Las sociedades plurales. Entrevista a Guillermo Bonfil Batalla”, Alternativa Latinoamericana, no. 10, pp. 55-63.
).
Lo que significa reconocer a los indígenas y su memoria histórica.
Empero, para Bonfil Batalla, sólo el México profundo posee una memoria
(tanto del pasado colonial como del pasado precolonial), mientras que el
México imaginario es la encarnación de una historia falsa, de la
Historia etnocida.
Como podemos ver, México profundo es una síntesis de los nuevos conceptos de etnocidio, de descivilización y de memoria para referirse al pasado colonial y, en una especial dialéctica, al pasado precolonial como antítesis de la Historia etnocida.
Empero, no podemos olvidar que el surgimiento del concepto de memoria para hablar del pasado indígena y de un futuro distinto fue también producto de la aparición de las organizaciones indígenas y de la ideología indianista en América Latina, con las que el antropólogo mexicano guardaba una estrecha cercanía y colaboración.
La aparición de las
organizaciones indígenas en América Latina desde fines de los años
sesenta y los años ochenta se llamó el “despertar indígena” (Materne 1976Materne, Yves, 1976, Le réveil indien en Amérique Latine, Cerf, París.
) y después la “emergencia indígena” (Bengoa 2000Bengoa, José, 2000, La emergencia indígena en América Latina, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile.
).
Este fenómeno respondió a múltiples factores, entre ellos el declive de
los regímenes corporativistas de los años entre 1940 y 1960, la
aparición de la guerrilla revolucionaria, la instalación de dictaduras,
así como la aplicación de políticas neoliberales (Le Bot 2009Le Bot, Yvon, 2009, La grande révolte indienne, Robert Laffont, colección Le Monde Comme Il Va, París.
).
En un contexto polarizado entre las izquierdas revolucionarias y las
fuerzas conservadoras antirrevolucionarias, las organizaciones indígenas
ofrecieron un espacio distinto cuya militancia se sustentó no en el
concepto de clase sociales, ni exclusivamente en la ideología
antiimperialista, sino en la afirmación de una nueva identidad cultural
respaldada en una lectura específica del pasado, tanto colonial como
precolonial. Para ello, fue fundamental la recuperación de figuras del
pasado como líderes de una resistencia indígena transhistórica que
pervive en la memoria de los pueblos. Éste fue el caso en Perú con Tupac
Katari o en México con Jacinto Canek o Cuauhtémoc, percibidos como
defensores de sus modos de vida ante los colonizadores y como miembros
de una identidad cultural particular y ya no exclusivamente nacional,
aunque tales personajes hayan podido desempeñar el papel de los primeros
héroes patrios.
Esta concepción de un pasado de resistencia forma
parte de la ideología indianista gestada por las organizaciones
indígenas y caracterizada por la reivindicación de la civilización
prehispánica y de su memoria colectiva frente a la barbarie occidental.
5
Como se afirma en “Objetivos de la Federación Indígena Puerto Ayacucho, Territorio Amazonas” (Grünberg 1979).
En México, si bien las primeras organizaciones indígenas no surgieron en oposición al Estado (Barre 1983Barre, Marie-Chantal, 1983, Ideologías indigenistas y movimientos indios, Siglo XXI, México.
),
sí constituyeron un nuevo grupo de actores que formularon una identidad
étnica y cultural fundamentada en constantes referencias al pasado
colonial como causa de los males del presente, y al pasado precolonial
como fuente de autenticidad histórica, ambas transformadas en argumento
para ser sujetos de nuevos derechos culturales, lingüísticos y
colectivos. Algunas de estas organizaciones fueron formadas por
profesionistas que habían sabido aprovechar los programas educativos del
indigenismo, transformándose en intelectuales (lingüistas, educadores,
literatos, historiadores, antropólogos) que constituyeron un puente
entre su comunidad, los antropólogos y las instancias gubernamentales.
La referencia al pasado y a la identidad tuvieron como motor la demanda
de reconocimiento de derechos históricos, expresados como la
recuperación de la cultura, de las lenguas y de las tradiciones. Como
explica Natividad Gutiérrez Chong, “esta ideología se inspira de un
poderoso llamado a un etno-simbolismo para alcanzar objetivos políticos,
de interés personal, y varios tipos de pactos y de acuerdos para que la
población étnica logre una mejora social al interior del Estado-nación”
(Gutiérrez Chong 2001, p. 158Gutiérrez Chong, Natividad, 2001, Mitos nacionalistas e identidades étnicas: los intelectuales indígenas y el Estado mexicano, UNAM-Instituto de Investigaciones Sociales, México.
).
Aunque
el propósito de este artículo no es un análisis de estas
organizaciones, sí podemos mencionar que hacia los años setenta diversos
intelectuales y organizaciones indígenas realizaron numerosos foros,
congresos y reuniones en los que comenzaron a expresar esta nueva
ideología y el objetivo de recuperar las identidades indígenas y su
memoria (del pasado prehispánico). En otra ocasión ya hemos hablado de
las referencias al pasado colonial y precolonial por parte de las
organizaciones indígenas en los años setenta, mismas que destacaban la
necesidad de recuperar la memoria para construir un futuro nuevo
caracterizado por el reconocimiento de la pluralidad cultural como
horizonte de espera (Hernández Reyna 2017Hernández
Reyna, Miriam, 2017, “Memoria histórica y pluralidad cultural en
México: un nuevo imaginario sobre el pasado ‘indígena’ para un futuro
posible”, Cambios y Permanencias, vol. 8, no. 2, pp. 736-768. https://revistas.uis.edu.co/index.php/revistacyp/article/view/7811
).
Aquí nos referimos a estos colectivos para señalar que la conceptualización de la memoria indígena en México profundo no salió de la nada, sino que es el espejo del intenso activismo memorial, tanto de la antropología crítica como de la militancia indígena. Estas reivindicaciones posicionaron un sentido del pasado colonial como una clave explicativa del presente, que Bonfil Batalla recuperó para elaborar una relectura del pasado que apunte al futuro, imaginado como la construcción de una comunidad plural.
Consideraciones finales
⌅Quisiéramos
cerrar estas reflexiones sobre la historia de la memoria indígena
retomando la idea de que existen perspectivas que sostienen una
concepción espontánea y acrítica de la memoria fundada en la necesidad
de reparar a las víctimas. Éste es el caso de la historia contada desde
el concepto de etnocidio, que hace referencia al pasado colonial como un
tiempo negativo, y desde la memoria indígena plantea el valor positivo
del pasado precolonial para la construcción del futuro. Si bien esta
relectura del pasado, surgida a finales de los años sesenta, sentó las
bases para pensar una sociedad que reconoce y valora la pluralidad
cultural, al mismo tiempo se funda en un régimen memorial que vincula la
identidad, el dolor traumático y el reconocimiento excepcional. Algunos
trabajos han mostrado que la percepción de los indígenas como entidades
determinadas por un origen prehispánico prístino, ha sido el fundamento
de nuevos derechos asociados a los nuevos pactos multiculturales que
reafirman y esencializan identidades de las que difícilmente pueden
liberarse los grupos o individuos que son categorizados como tales (Boccara y Ayala 2013Boccara,
Guillaume y Patricia Ayala, 2013, “Patrimonializar al indígena.
Imaginación del multiculturalismo neoliberal en Chile”, Cahiers des Amériques Latines, no. 67, pp. 207-228. https://doi.org/10.4000/cal.361
). Sin embargo, esto sólo es una cara de la moneda,
pues, como vemos, la lectura negativa del pasado colonial también ha
sido un elemento clave en la búsqueda de medidas para liberar a los
indígenas del peso del continuum colonial. Esto ubica a los
grupos indígenas en una versión maniquea de la historia, además de que
les otorga un lugar incuestionable como víctimas desde hace cinco
siglos. Paradójicamente, si antes se lanzaba una acusación contra el
proyecto mestizo como un mito tendiente a una homogeneidad social,
cultural y nacional, pensar a todos los indígenas como víctimas no
escapa mucho a una visión homogeneizante que termina por dividir el
orden social entre “buenos y malos”, entre aquellos con memoria y los
que representan la Historia o, por decirlo de otro modo, quienes
encarnan el México profundo y el México imaginario (versión nacional del
Occidente colonialista). Además, la vinculación traumática con el
pasado colonial conlleva una concepción en que los indígenas tienen
acceso a ciertos derechos en la medida en que se los entiende como
víctimas ancestrales.
La calidad de víctima otorga una posición incuestionable: a la víctima se la repara, no se la cuestiona (Giglioli 2016Giglioli, Daniele, 2016, Crítica de la víctima, Herder, Barcelona.
).
En el caso de los pasados coloniales y de aquellos que se afirman como
víctimas ancestrales, se genera el problema de la excepcionalidad de ese
estatus, que también se transforma en una posición deseable en la que
potencialmente cualquiera puede entrar, más aún cuando del pasado en
cuestión nos separan cinco siglos a los cuales sólo se pretende acceder a
través de una memoria que habría permanecido viva en los pueblos
(aunque no quede del todo claro cómo ni bajo qué mecanismos, más allá de
posturas que sólo dan por hecho que los indígenas han resistido y
preservado su identidad, así como el recuerdo colectivo de los
agravios). Asimismo, la interpretación del pasado colonial como un
tiempo exclusivamente caracterizado por la dominación, la opresión y la
destrucción cultural, favorece una nueva concepción de las identidades
como si éstas estuvieran principalmente constituidas por el sufrimiento.
Naturalmente, tal dispositivo pregonado como un mecanismo de
armonización social o como vía para la refundación del pacto social
(como la nación pluricultural), no están exentos de convertirse en una
constante reapertura de las heridas bajo el discurso de las víctimas de
todos los tiempos. Dicho sea de paso, esto se ha puesto recientemente de
manifiesto con la demanda hecha por el presidente mexicano Andrés
Manuel López Obrador para que España presente disculpas a los pueblos
indígenas por la conquista. A cincuenta años de que apareciera una
interpretación memorial del pasado colonial, y a pesar de cambios
considerables en el discurso político y en las políticas dirigidas a los
indígenas a título de víctimas históricas, hemos vuelto ahí donde esta
historia había comenzado: la denuncia de un etnocidio iniciado hace 500
años ante el cual se exige reconocimiento. Pareciera entonces que el
pasado colonial se transformó en una llaga a la que se le puede echar
sal para que nunca cierre, pues sanarla hasta hacer desaparecer el dolor
suprimiría la identidad doliente cuyo olvido es precisamente lo
que se impugna constantemente. ¿Qué hacer entonces? ¿Volver a la
historia nacional desmemoriada? Quedan caminos alternativos: por un
lado, buscar dispositivos memoriales que no sean exclusivamente
victímistas ni traumáticos, sino capaces de restituir la calidad de
agentes de los actores implicados en un pasado que es más que la eterna
oposición entre buenos y malos o entre la memoria y la historia; por
otro, comenzar a pensar en una pluralidad memorial capaz de dar cabida a
la multiplicidad y complejidad de experiencias de las que están hechos
los pasados coloniales. Sin embargo, eso implicaría revalorar el
conocimiento histórico en un dialogo con la pluralidad memorial y más
allá de una memoria histórica dominante y homogeneizante, pero también
más allá del relato nacional igualmente unitario. Quizá sea un buen
camino para dar su justo lugar a un pasado lejano que, a pesar de 500
años, sigue siendo percibido y preservado como un “pasado que no pasa”.