Tras la expulsión de las últimas tropas coloniales francesas en diciembre de 1803, el primero de enero de 1804 se declaró en la isla de La Española la fundación del primer Estado negro de la modernidad y la primera república erigida por una revuelta a gran escala de esclavos de la historia. Como una de sus primeras medidas emancipadoras, esta nueva república independiente desechó su nombre colonial de Saint-Domingue y tomó o, más bien, retomó el nombre original amerindio con el que sus pobladores originales, los taínos-arawaks, habían nombrado a la isla: Ayiti, en criollo haitiano, o Haïti, en francés. Haití presuntamente significaba “montañoso o rugoso” para los taínos en referencia a la orografía accidentada de esta isla de las Antillas Mayores. 2 A su llegada el 5 de diciembre de 1592 a la isla que hoy comprende la República de Haití y la Republica Dominicana, Cristóbal Colón le impuso el nombre de La Española, aunque el nombre más común utilizado después por los colonizadores españoles fue Santo Domingo, y Saint-Domingue por los colonizadores franceses que se asentaron en la parte occidental de la isla. El caso de Haití es el único en donde una colonia caribeña cambió su nombre al independizarse, quizá con la excepción de Belice.
Las fuentes históricas que explican las razones detrás de la adopción del nombre de “Haití” son escasas. El historiador Thomas Madiou (1815–1884) registró de manera escueta que, tan pronto las últimas tropas napoleónicas habían sido derrotadas y expulsadas:
La
gente inmediatamente pensó en darle un nuevo nombre a esta tierra que
formaba un nuevo Estado. En los labios de todos estaba el nombre de
“Haití”, un recuerdo de los habitantes nativos que habían sido
masacrados defendiendo su libertad. Esto recibió una acogida entusiasta y
la gente local comenzó a nombrarse a sí misma “haitianos”. (Geggus 2002, p. 207Geggus, David Patrick, 2002, Haitian Revolutionary Studies, University of Indiana Press, Bloomington.
)
3
Originalmente tomado por Geggus 2002 de Madiou 1989, t. 3, p. 125, n. 1, 150.
Mi referencia al nombre de Haití en este artículo se basa en este
exhaustivo texto historiográfico de Geggus sobre la Revolución haitiana.
La traducción es mía.
Una de las posibles razones detrás de la denominación de
Haití es que, tras la cruenta revolución que desmanteló el sistema
esclavista del Ancien Régime francés en Santo-Domingo, y de las
invasiones españolas, británicas y napoleónicas extirpadas a sangre y
fuego, la población de Haití tenía suficientes razones para resentir la
presencia imperialista europea y de rechazar cualquier remanente de ésta
en su isla, incluso en relación con el nombre del lugar. Este hecho
marcó el surgimiento de una conciencia identitaria nacional haitiana que
no era ya precisamente africana ni tampoco europea, sino americana.
“Haití” se convertiría en un nombre del pasado americano que se
reutilizaría para designar una nación americana nueva y progresista. Es
posible constatar también esta naciente “conciencia americana” cuando
Jean Jaques Dessalines (1758–1806), el caudillo que logró expulsar al
ejército napoleónico, pronunció su famoso dictum: “Sí, he salvado a mi país. He vengado a América” (Dessalines 1804Dessalines, Jean-Jacques, 1804, “Liberty or Death. Proclamation. Jean Jacques Dessalines”, Connecticut Herald, New Haven, Connecticut, 12 de junio, vol. 1, no. 33, p. 2. https://haitidoi.com/2013/08/02/i-have-avenged-america/
; la traducción es mía).
Más allá de las
razones de este americanismo naciente, y como bien menciona Madiou, en
el nombramiento de Haití tuvo lugar un acto de rememoración histórica de
los amerindios y de su batalla por la libertad que resonó con la propia
lucha de los esclavos de origen africano. El politizado pueblo haitiano
tuvo conciencia de la necesidad de restituir a las víctimas del pasado
colonial, aunque sólo fuera de manera simbólica. Quizá se podría
argumentar que éste fue uno de los primeros casos modernos en que un
Estado intentó reivindicar a las víctimas del pasado colonial en el
continente americano, algo que precedió por doscientos años a las
exigencias de reparación que tomaron prominencia a partir de 1992 con el
quinto centenario del “descubrimiento” de América y de los subsecuentes
llamados de resarcimiento de las víctimas ancestrales (cfr. Daut 2023, p. xiiDaut, Marlene L., 2023, Awakening the Ashes. An Intellectual History of the Haitian Revolution, University of North Carolina Press, Chapel Hill.
).
Entender la colonización europea, sea española, francesa, inglesa u
holandesa, como un ultraje continuo y, por ende, razonar en solidaridad y
unión con todas sus víctimas, independientemente de su origen étnico,
es algo que el pueblo haitiano ya había entendido muy bien al plantear
las bases éticas y deontológicas de su propia lucha por la libertad de
la esclavitud. No por nada el Estado haitiano fue el primero de la
modernidad en declarar de manera oficial la total emancipación universal
de la esclavitud y la igualdad humana sin distinción de razas.
4
Tomo esta afirmación de la tesis central del libro de Nesbitt 2008.
En la Revolución haitiana surgió una conciencia universalista de
igualdad que contrarrestó la parroquial concepción universalista,
moderna, ilustrada, anglo-europea y su inestable concepto de “raza”,
construido justamente sobre la base ideológica de una razón
imperialista, colonialista y liberal (cfr. Losurdo 2014Losurdo, Domenico, 2014, Liberalism. A Counter-History, trad. G. Elliott, Verso, Londres.
).
Quizá también el nombramiento de Haití fue uno de los primeros ejemplos
en que el pasado indígena fue utilizado de manera simbólica por una
conciencia criolla latinoamericana para desligarse del pasado colonial
europeo inmediato a través de una recuperación del pasado obliterado de
las culturas precolombinas.5
Ejemplos de esto se pueden observar en los últimos párrafos de la Carta de Jamaica de Simón Bolívar, donde el Libertador se remite a Quetzalcóatl y al uso
de la Virgen de Guadalupe en las luchas de independencia mexicana (Bolívar 2015, pp. 175–176),
o en Fray Servando Teresa de Mier y la mención de su supuesta
ascendencia indígena aunada a la peninsular. También hay algo de esto en
las discusiones políticas que Teresa de Mier recuenta del Congreso
Constituyente de 1823. Véase la introducción de Edmundo O’Gorman en Teresa de Mier 1978.
Al margen de las particularidades del caso haitiano, se podrían identificar en ese acto simbólico e identitario de la nominación de Haití las mismas complejidades que se suscitan hoy en día con respecto a los “usos políticos del pasado” y la memoria histórica de los pasados coloniales de muchas otras naciones “poscoloniales”. 6 Utilizo el término “poscolonial” para designar de manera algo literal un periodo histórico posterior al periodo en que algunas naciones fueron colonizadas por Europa, sin necesariamente referirme al término “poscolonialismo”, el cual también designa una teoría académica de finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo xx. Dichas complejidades se manifiestan en particular con respecto a las posturas que los estados y las sociedades deben asumir ante la difícil tarea de afrontar los traumas del pasado y de buscar el resarcimiento y la reparación de maneras simbólicas, jurídico-políticas y financieras, a título de las víctimas ancestrales o de los descendientes de las víctimas, o incluso de las naciones poscoloniales mismas como entidades colectivas consideradas víctimas del colonialismo.
El propósito de
este artículo es justamente abordar, a partir de las complejidades
mencionadas, algo que se podría identificar como la experiencia de la
“permanencia de los pasados coloniales” en el presente de las naciones o
colectividades “poscoloniales”; es decir, cómo la colonialidad asume “formas trans-históricas de dominio”, según la categoría formulada por Aníbal Quijano (Añón y Rufer 2018, p. 107Añón, Valeria y Mario Rufer, 2018, “Lo colonial como silencio, la conquista como tabú: reflexiones en tiempo presente”, Tabula Rasa, no. 29, pp. 107-131. https://doi.org/10.25058/20112742.n29.06
; Quijano 2014Quijano, Aníbal, 2014, “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, en Danilo Assis Clímaco (comp.), Aníbal Quijano. Cuestiones y horizontes. Antología Esencial. De la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder, CLACSO, Buenos Aires, pp. 777-832.
),
como un “remanente” o “continuo” en la experiencia del presente del
sujeto colectivo y singular de las naciones anteriormente colonizadas y
hoy independizadas del Sur Global.
7
Como se verá más adelante, tomo esta idea de la “permanencia” del pasado colonial, desde la cual parto, en especial de Añón y Rufer 2018 y de Rufer 2022.
Esta “permanencia” se deriva, en primera instancia, del hecho de que
aquellas naciones “independizadas” del complejo colonial occidental —ya
sea en el siglo xix o en el xx—
han quedado subsumidas como entidades de subalternidad, de periferia,
bajo un sistema-mundo, el de la modernidad capitalista, que se fundó
precisamente como consecuencia de la expansión colonialista y
neocolonialista anglo-europea y del establecimiento de sus estructuras
hegemónicas económico-políticas y bélicas a nivel global (cfr. Wallerstein 2003Wallerstein, Immanuel, 2003, Historical Capitalism with Capitalist Civilization, Verso, Londres.
).
Por lo tanto, este artículo aborda la permanencia/persistencia de los pasados coloniales a través de cuestionamientos metahistóricos que busquen responder a las siguientes preguntas: ¿qué concepción de la verdad histórica sustenta el posicionamiento de los pasados coloniales como un problema del presente? Y ¿qué tipo de interpretación del pasado y del presente interviene en ello? Para responder, el texto se centra en un análisis de la historia como entidad ontológica y epistemológica; es decir, de la historia como acontecimiento del pasado y de la historia como conocimiento y narración de ese acontecimiento. Lo que se busca es subrayar esta dicotomía con respecto a una noción de historicidad como síntesis entre la verdad del acontecimiento y la (re)construcción o mediación narrativa del mismo. En consecuencia, el artículo recurre no sólo a la historiografía y a la filosofía de la historia, sino a la filosofía del lenguaje.
Como se puede constatar en la introducción de este artículo, mi disertación pasa de lo abstracto a lo concreto al anclar la especulación metahistórica en la Revolución haitiana y la fundación de la nación de Haití como su locus ejemplificador. Quizá ninguna otra entidad colectiva como la haitiana podría ejemplificar de forma más fehaciente la permanencia y repetición del pasado colonial en el presente, que se manifiesta como un constante estado de coacción imperialista que acecha a la nación de Haití desde su gestación revolucionaria hasta nuestros días.
La permanencia de lo colonial y el “tiempo vacío y homogéneo” de la modernidad
⌅En
su artículo “Lo colonial como silencio, la conquista como tabú:
reflexiones en el tiempo presente”, Valeria Añón y Mario Rufer disertan
sobre “dos dimensiones fundamentales y complementarias, pocas veces
atendidas a la hora de abordar lo colonial: el silencio y el tiempo” (Añón y Rufer 2018, p. 110Añón, Valeria y Mario Rufer, 2018, “Lo colonial como silencio, la conquista como tabú: reflexiones en tiempo presente”, Tabula Rasa, no. 29, pp. 107-131. https://doi.org/10.25058/20112742.n29.06
). En relación con la dimensión del tiempo, señalan
que los pasados coloniales parecerían cernirse sobre el presente de las
naciones “poscoloniales” como una “presencia”, “continuidad” o
“persistencia” —no siempre explícita, sino tácita; no idéntica pero sí
reiterativa— de experiencias de explotación, subyugación y
autoritarismo.
Según Añón y Rufer, hay así tres “regímenes de representación” que se manifiestan de maneras ciertamente contrarias al entendimiento progresivo-lineal del continuo histórico y se presentan como formas de “anacronía”, “permanencia” y “repetición”:
Las nociones sobre la coetaneidad de lo “colonial” se basan en al menos tres principios: la presencia de lo colonial, la continuidad de la colonia y la persistencia de las características ligadas a una forma de explotación, a una
taxonomía jerárquica de las poblaciones y a su forma de gobernarlas y,
de algún modo, extender dominio sobre ellas. Por un lado, hablamos de
una homologación de por sí problemática: la colonia y “lo colonial”. Por
otro, se alude a tres regímenes de representación: la anacronía —habría una “presencia extraña” en nuestro presente; la permanencia —habría algo que la noción del tiempo vacío y homogéneo no permite analizar cabalmente; y la repetición —existiría algo que se reedita por sobre el dinamismo de la innovación,
del quiasma y de la pura distancia. Una repetición que, como veremos
más adelante, no puede entenderse como pura semejanza. (Añón y Rufer 2018, pp. 115–116Añón, Valeria y Mario Rufer, 2018, “Lo colonial como silencio, la conquista como tabú: reflexiones en tiempo presente”, Tabula Rasa, no. 29, pp. 107-131. https://doi.org/10.25058/20112742.n29.06
)
Esta noción de “tiempo vacío y
homogéneo” es una que la filosofía de la historia de Walter Benjamin
liga en forma explícita a la teleología del progreso de la modernidad al
considerar que ésta sólo puede desplegarse como tal como un continuo
ininterrumpido dentro de aquella metaforización cronológica. Según
Benjamin: “La idea de un progreso del género humano a lo largo del curso
de la historia no puede separarse de la idea de su prosecución en un tiempo vacío y homogéneo. La crítica de la idea de tal prosecución debe constituir la base misma de la crítica de la idea general de progreso” (Benjamin 2007, p. 314Benjamin, Walter, 2007, Obra completa, Libro I, vol. II, Abada, Madrid.
).
En consecuencia, para Benjamin la crítica al tiempo vacío y homogéneo
está en la “base” de la crítica a la “idea general del progreso”. Dicha
crítica se ejerce mediante la “historia de los vencidos” o la “tradición
de los oprimidos”; es decir, por las víctimas mismas de la “prosecución
del progreso” de la modernidad capitalista, quienes a través de sus
actos revolucionarios y contestatarios se rebelan en contra de la
ideología del progreso y, por ende, de la concepción particular del
tiempo vacío y homogéneo que dicha idea conlleva.
8
Benjamin aborda la concepción del tiempo vacío y homogéneo en sus tesis XIII, XIV y XV de Sobre el concepto de historia; cfr. Löwy 2016, pp. 84–92.
Es por esta razón que Añón y Rufer señalan que para Benjamin “era
bastante clara la idea de que no hay posibilidad de comprender la
historia en una tradición del oprimido, que no recurra primero a una
remoción de la noción moderna de tiempo” (Añón y Rufer 2018, p. 116Añón, Valeria y Mario Rufer, 2018, “Lo colonial como silencio, la conquista como tabú: reflexiones en tiempo presente”, Tabula Rasa, no. 29, pp. 107-131. https://doi.org/10.25058/20112742.n29.06
). Así, esa “remoción” de los estamentos
fundamentales de la “noción moderna del tiempo” es la base desde la cual
Añón y Rufer proponen una “premisa rectora” a partir de algo que
Benjamin no menciona, pero que está implícito en su tradición del
oprimido y que es, precisamente, la tradición de los oprimidos del
colonialismo. La autora y el autor afirman que “plantear que la colonia
es/tá presente (anacronía, permanencia o repetición) desafía
necesariamente a la imaginación historicista en tres planos: linealidad de la historia, vacuidad del tiempo y exterioridad de la relación tiempo/historia” (Añón y Rufer 2018, p. 117Añón, Valeria y Mario Rufer, 2018, “Lo colonial como silencio, la conquista como tabú: reflexiones en tiempo presente”, Tabula Rasa, no. 29, pp. 107-131. https://doi.org/10.25058/20112742.n29.06
; las cursivas son mías).
Estos “tres planos” desafiados por la presencia o permanencia de la colonia son metaforizaciones espaciales aplicadas a nociones cronológicas sobre el tiempo histórico; es decir, son una aplicación semántica de términos y conceptos espaciales (linealidad, vacuidad y exterioridad) para describir o interpretar un fenómeno temporal. La “linealidad” del tiempo se refiere a una secuencialidad y causalidad de los acontecimientos metaforizados como una línea que va del pasado al presente y al futuro; un vector continuo de tiempo. Esto aludiría al cambio de paradigma que significó para la modernidad adoptar una noción lineal del tiempo en oposición a las formas cíclicas de la Antigüedad clásica o del mito premoderno de las colectividades “tradicionales”. 9 Cfr. Calinescu 1987. No obstante, es necesario tomar en cuenta las críticas a la ideología de la modernidad que Benjamin planteó en su Libro de los pasajes, en el cual se analiza cómo el tiempo cíclico y mítico está presente no sólo en el tiempo de la modernidad, sino también en el tiempo mismo del modo de producción capitalista; cfr.Benjamin 2022. La “vacuidad” del tiempo se refiere a la concepción del tiempo como res extensa cartesiana que da pie a una noción de “tiempo homogéneo”, en la cual los sucesos o acontecimientos tienen cabida sin necesariamente alterar el tiempo mismo. Como lo explicó el historiador Dipesh Chakrabarty en Al Margen de Europa:
Este
tiempo está vacío porque funciona como un saco sin fondo: cualquier
cantidad de acontecimientos puede colocarse en su interior; y es
homogéneo porque no le afecta ningún acontecimiento particular; su
existencia es independiente de tales acontecimientos y en cierto sentido
los precede. Los acontecimientos suceden en el tiempo pero éste no es
afectado por ellos. (Chakrabarty 2008, p. 113Chakrabarty, Dipesh, 2008, Al margen de Europa. Pensamiento poscolonial y diferencia histórica, trads. A.E. Álvarez y A. Maira, Tusquets, Barcelona.
)
Por lo tanto, la vacuidad y homogeneidad le otorgan al tiempo una especie de “exterioridad” que remite al hecho de que todo es perecedero y transitorio en el tiempo, excepto el tiempo mismo, el cual se mantiene “externo” a todo cambio. Así, el cambio de la concepción del tiempo cíclico al tiempo lineal no altera el tiempo vacío y homogéneo en sí, sólo la percepción subjetiva de aquellos que se encuentran ante las manifestaciones particulares fenoménicas de acontecimientos históricos específicos.
Esta descripción del tiempo vacío y homogéneo está
presente tanto en “Lo colonial como silencio” como en el artículo
posterior de Rufer “Temporalidades (pos)coloniales” (cfr. Rufer 2022, p. 317Rufer, Mario, 2022, “Temporalidades (pos)coloniales”, en Mario Rufer (comp.), La colonialidad y sus nombres: conceptos clave, Siglo XXI-CLACSO, México, pp. 315-342.
).
En ambos textos, tal descripción se remite a los cuestionamientos
metahistóricos y a la crítica al historicismo del citado historiador del
Grupo de Estudios Subalternos de la India Dipesh Chakrabarty. La
crítica de éste plantea la necesidad de que los historiadores pongan
atención al tiempo mismo, a la relación ontológica que se establece
entre un presente con su pasado y no sólo al contenido pretérito con el
que se “llena” ese supuesto tiempo vacío y homogéneo. Sin embargo, lo
que Chakrabarty identifica en sí es que la noción del tiempo vacío y
homogéneo lleva implícita como una de sus cualidades la idea de “tiempo
secular” o “desencantamiento” del mundo. De esta forma, el tiempo
desprovisto de toda agencia metafísica o “sobrenatural”, de toda
subjetividad y convención cultural, se “naturaliza” como un tiempo que
antecede y prosigue a todo acontecimiento histórico en su haber. Como
menciona el autor: “Pero todos esos tiempos, ya sean cíclicos o
lineales, rápidos o lentos, no son tratados normalmente como parte de un
sistema de convenciones, un código cultural de representación, sino
como algo más objetivo, algo que pertenece a la propia ‘naturaleza’ ” (Chakrabarty 2008, p. 114Chakrabarty, Dipesh, 2008, Al margen de Europa. Pensamiento poscolonial y diferencia histórica, trads. A.E. Álvarez y A. Maira, Tusquets, Barcelona.
).
Es en este tenor que Chakrabarty plantea su propia conjetura crítica
desde la cual cuestiona la noción de tiempo vacío y homogéneo:
Yo
parto del supuesto de que, por el contrario, este tiempo [el tiempo
vacío y homogéneo], el código básico de la historia, no pertenece a la
naturaleza, es decir, no es completamente independiente de los sistemas
humanos de representación. Representa una formación particular del
sujeto moderno. Esto no equivale a afirmar que tal concepción del tiempo
sea falsa o que pueda abandonarse a voluntad. Pero está claro que el
tipo de correspondencia que existe entre nuestros mundos sensibles y la
imagen newtoniana del universo, entre nuestra experiencia del tiempo
secular y el tiempo de la física se resquebraja en muchos constructos
poseinsteinianos. (Chakrabarty 2008, p. 115Chakrabarty, Dipesh, 2008, Al margen de Europa. Pensamiento poscolonial y diferencia histórica, trads. A.E. Álvarez y A. Maira, Tusquets, Barcelona.
)
Es
a partir de esta identificación de la dependencia que la concepción del
tiempo vacío y homogéneo tiene con los “sistemas humanos de
representación”, y de su vínculo con la formación de la subjetividad
moderna, donde el presente artículo quisiera atender algo que no
mencionan ni Chakrabarty ni Añón ni Rufer, pero que sería importante
problematizar. Es necesario no dar por sentadas las propuestas de la
crítica del tiempo vacío y homogéneo, el tiempo histórico de la
modernidad y de sus metáforas espaciotemporales —la linealidad, homogeneidad y exterioridad—
sin atender a ciertas particularidades que se encuentran justamente en
los “sistemas humanos de representación”. Tanto en las disertaciones de
Chakrabarty sobre la naturalización del tiempo vacío y homogéneo, como
en las críticas a la idea del progreso que Añón y Rufer toman de
Benjamin, se omite analizar otra dimensión del tiempo histórico que no
se puede soslayar del todo debido a su centralidad para la construcción
de la historia como dispositivo de representación del pasado. Me refiero
a lo que podría denominarse la dicotomía entre historia como ontología e
historia como epistemología, es decir, historia como acontecimiento del
pasado e historia como conocimiento del acontecimiento o como narración
de dicho acontecimiento. Me refiero a la dicotomía convencional de la
historia como res gestae, “lo ocurrido”, y rerum gestarum, “de lo ocurrido”, o como Geschichte y Geschichtsschreibung,
historia e historiografía; o a lo que el antropólogo haitiano
Michel-Rolph Trouillot identificó como la diferencia entre historia como
“proceso sociohistórico” e historia como “conocimiento del proceso
sociohistórico” (cfr. Trouillot 2015, p. 2Trouillot, Michel-Rolph, 2015, Silencing the Past. Power and the Production of History, Beacon Press, Boston.
).
De acuerdo con Chakrabarty, Añón y Rufer, la linealidad, homogeneidad y exterioridad son parte de la concepción moderna del tiempo, de una cronología moderna. No obstante, si se analiza la relación entre historia como acontecimiento e historia como narración del acontecimiento, es posible observar que la “linealidad”, “homogeneidad” y “exterioridad” están implícitas en la historicidad más que sólo como una forma moderna de concebir el tiempo; dicha implicación es también lingüística y, por lo tanto, no puede atribuirse simplemente a una convención de la temporalidad moderna. Según la narratología —la rama de la lingüística que estudia las narraciones— es posible observar que, entre los componentes sintácticos de toda forma narrativa, está presente la linealidad, la secuencialidad de los sucesos, como un componente extratextual o referencial, que se presenta como una exterioridad a la narración misma y que determina la coherencia de lo narrado al igual que el sentido o la significación de la narración. Dicha “linealidad” es la base sobre la cual las particularidades retóricas y poéticas de la narración se ciñen como interpretación de los acontecimientos; es decir, como formas productoras de significación. Debido a que la narración histórica es una forma narrativa más, no está exenta de presentar dicha característica, aunada a la particularidad de que los acontecimientos narrados presentan una “exterioridad” específica que no está presente en otras formas narrativas: la exterioridad de los acontecimientos históricos (el proceso “sociohistórico” que menciona Trouillot). Valdría la pena ahondar más en algunos aspectos esenciales del análisis narratológico para poder explicar este punto nodular de forma más clara. 10 Es necesario recalcar que en ningún momento se contradice la importancia, señalada por Chakrabarty, que tiene historizar la res extensa cartesiana, la metaforización espaciotemporal de la física newtoniana o las categorías a priori kantianas. Ninguna de estas concepciones está desligada del constructo histórico concreto en las que se gesta en un periodo histórico particular: el de la modernidad histórica. No obstante, no se trata simplemente de identificar una oposición entre la metáfora del tiempo lineal o el tiempo vacío, como formas temporales “naturalizadas”, a otras metáforas de tiempo cíclicas identificadas como “pre-modernas” o “contra-modernas” (contratiempos) del tiempo histórico, y de afirmar que el tiempo vacío y homogéneo se impuso ideológica y culturalmente por encima de las otras formas de percibir el tiempo. De lo que se trata es de observar dialécticamente las maneras en que tiempo y contratiempo ocurren en forma simultánea en una experiencia histórica particular, a pesar de las ideologizaciones que parecerían afirmar lo contrario.
Historia como acontecimiento y como narración del acontecimiento
⌅El siglo xx experimentó un alza de interés por la narración en los estudios literarios gracias a la introducción de herramientas de análisis lingüístico como producto del auge de las teorías del estructuralismo y posestructuralismo en las ciencias humanas. Esto conllevó el surgimiento de varias gramáticas narrativas que se expandieron desde la segunda década de ese siglo con el formalismo ruso, hasta la narratología de Roland Barthes y Gérard Genette en los años setenta. Al tratar de encontrar un consenso entre distintas teorías y escuelas, el crítico literario Jonathan Culler consideró que:
Hay
una considerable variedad entre estas tradiciones y, claro está, cada
teórico tiene conceptos o categorías propias, pero si en algo concuerdan
estos teóricos es en esto: que la teoría de la narrativa requiere de
una distinción entre de lo que llamaré la ‘historia’ —una secuencia de
actos o sucesos, concebidos como independientes de su manifestación en
el discurso— y lo que llamaré “discurso”, la presentación discursiva o
la narración de los sucesos. (Culler 2001, p. 189Culler, Jonathan, 2001, The Pursuit of Signs. Semiotics, Literature, Deconstruction, Routledge, Londres.
)
11
La traducción es mía, al igual que en todas las citas posteriores de Culler.
Esta distinción entre “historia” y “discurso” proviene de la distinción del formalismo ruso entre fábula y sjuzhet, donde fábula es la “historia” que menciona Culler y sjuzhet su “discurso”. Dado que el presente artículo abordará la historia no sólo como componente de la narración, sino también como recuento de los hechos históricos del proceso sociohistórico y, además, debido a que en español el término historia puede significar tanto recuento del proceso sociohistórico como también cuento, parábola, anécdota, etc., (algo que en inglés se diferencia entre story y history), para evitar confusiones me remitiré a la utilización de “relato” (fábula) para designar la secuencia de hechos y “discurso” (sjuzhet) para designar la “presentación discursiva” del relato o narración.
Lo que se define con la identificación entre relato y discurso es el hecho de que, en su construcción lingüística, la narración se compone de dos elementos que, a grandes rasgos, corresponden a: 1) lo que se relata —el contenido de la narración— y 2) el cómo se relata —la forma de la narración—. Es decir, una narración presenta una secuencia de acontecimientos ligados; una secuencia de causa–efecto (su contenido) que se manifiesta como tal en una forma específica de relatar dichos acontecimientos (su forma) y que no necesariamente se apega a la lógica secuencial de los sucesos contados. Dicha forma narrativa puede variar y, así, se pueden narrar los acontecimientos sin necesariamente apegarse a una lógica secuencial de los mismos de principio a fin; se pueden narrar in medias res o viceversa del fin al principio; se pueden relatar algunos acontecimientos y omitir otros o se puede optar por narrar dos relatos a la vez o más, etc. Pero nada de esto afecta el hecho de que, sin importar lo convulsionado de la narración —la forma de narrar—, lo que se narra sigue presentando esencialmente la dimensión de una secuencia lógica lineal que se abstrae de lo contado.
La Ilíada comienza in medias res, pero eso no evita que el rapto de Helena y el sitio de Troya no estén presentes en el relato como antecedentes causales. El Dios de las pequeñas cosas (1997) de Arundhati Roy comienza in extremis, por el final, en el desenlace, pero eso no altera el orden secuencial cronológico de los hechos narrados. Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez presenta una narración no lineal que, aun así, sigue dependiendo de una reconstrucción lineal de los hechos para su coherencia en la trama.
Culler considera que la distinción entre relato y discurso es una premisa indispensable de la narratología porque identifica un aspecto crucial del funcionamiento de la narración:
Las
narrativas reportan secuencias de sucesos. Si la narrativa se define
como la representación de una serie de sucesos, entonces el analista
debe de poder identificar estos sucesos, y éstos funcionan como un hecho no discursivo no textual dado, algo que existe previo e independientemente de la presentación narrativa y que ésta entonces reporta. (Culler 2001, p. 190Culler, Jonathan, 2001, The Pursuit of Signs. Semiotics, Literature, Deconstruction, Routledge, Londres.
; las cursivas son mías.)
Identificar el relato, la secuencia de sucesos, como independiente y extratextual, le otorga una especie de “realidad ontológica” previa al discurso que la narra. El relato es así una abstracción necesaria que generamos cognitivamente, intuitivamente, cuando nos encontramos ante cualquier narración. Y no es que los hechos narrados hayan sucedido necesariamente en la realidad empírica, pero se debe de cierta forma tratarlos así. En esto se comienza ya a vislumbrar una diferencia entre narrativa literaria, “ficcional”, y narrativa histórica. 12 La designación de “ficción” como categoría literaria no es tan común en la crítica literaria de habla hispana como en la del inglés; su designación sirve aquí para categorizar la escritura en prosa —novela, cuento corto— que no está basada completamente en “hechos reales”, sino imaginados. La diferencia entre las narrativas históricas y las narraciones literarias es que, en el caso de las históricas lo que se narra apela a una dimensión de realidad pretérita; en cambio, en la literatura se alude a una simulación, a un relato imaginado por el autor y reproducido por el lector.13 Esto no quiere decir que las categorizaciones entre la historia y la literatura sean tan nítidamente separables. Una narración histórica puede presentar componentes “ficcionales” y la literatura componentes biográficos y autobiográficos. En la narración histórica, los hechos del relato sí ocurrieron o, por lo menos, se espera que sí lo hayan hecho como parte de lo que se podría denominar como el “pacto de verdad histórica”.
No obstante, tanto en la historia como en la literatura, al relato se le otorga cierta exterioridad o distancia del discurso.
Esto es más fácil de comprender con respecto a la historia (la
distancia es temporal) que con la literatura, donde no hay en sí una
“exterioridad” real de los hechos, sino una simulada. Aun así, la lógica
estructural narrativa es la misma para la historiografía como para la
literatura de “ficción”. Es debido a esto que el “análisis narratológico
de un texto requiere que el discurso se trate como una
representación de sucesos que se conciben independientes de una
narrativa particular, perspectiva o presentación, y que se considere que
tienen propiedades de sucesos reales” (Culler 2001, p. 190Culler, Jonathan, 2001, The Pursuit of Signs. Semiotics, Literature, Deconstruction, Routledge, Londres.
; las cursivas son mías). No importa si el relato se convulsione con saltos temporales —con anacronías de analepsis y
prolepsis —, no importa tampoco que la historia comience por el final o in medias res. A pesar de todos los caprichos retóricos que el discurso pueda presentar, nada de esto afecta el hecho de que lo que se narra
sigue la antes mencionada secuencia de lógica lineal que se abstrae de
lo contado y el relato sigue presentando una secuencia lógica temporal de consecución. Así:
El
analista debe asumir que los sucesos reportados tienen un orden
verdadero; sólo así se puede describir la narración como una
modificación u obliteración del orden de los sucesos. Si una novela no
identifica la relación temporal entre dos sucesos, uno puede tratar a
ésta como una figura distintiva de su punto de vista narrativo, esto
sólo si se supone que los sucesos mismos sí poseen un orden de sucesión.
(Culler 2001, p. 191Culler, Jonathan, 2001, The Pursuit of Signs. Semiotics, Literature, Deconstruction, Routledge, Londres.
)
Considerar la narración como un todo que contiene al relato y al discurso como sus unidades debe, por lo tanto, confirmar la presencia de un sustrato de tiempo lineal extratextual, externo (sujeto a una concepción del tiempo de la realidad empírica). Sin embargo, este sustrato extratextual siempre estará mediado por el discurso; no es posible tener acceso a él sino como una abstracción que el escritor y el lector deben de producir en el acto de la escritura y de la lectura. Esto es similar a lo que sucede en la historia, donde el proceso sociohistórico, los acontecimientos históricos del pasado, están mediados por la reconstrucción historiográfica que se ofrece en un presente. Sin embargo, contrario a la literatura, en la historia su referente extratextual, su relato o fábula, no es una abstracción de la imaginación; la historia presenta los hechos materiales concretos de los acontecimientos históricos del pasado a los que sólo se puede acceder mediante las narrativas históricas que los narran e interpretan. La distancia entre el pasado y el presente se asemeja, por lo menos de manera formal, y sólo formal, a la distancia que existe entre el relato y el discurso en la literatura de ficción.
Hasta aquí hemos “funcionado” dentro de un paradigma “estructuralista” de la narratología. Su parte “posestructuralista” se manifiesta como la identificación de una contradicción irresoluble entre fábula y sjuzhet, y un cuestionamiento de la posibilidad de una síntesis. Tiene lugar así una “deconstrucción” del discurso narrativo:
Enfatizo
la imposibilidad de síntesis porque lo que está presente aquí en la
narrativa es un efecto de autodeconstrucción. Una deconstrucción
involucra la demostración de que una oposición binaria jerárquica, en la
cual se dice que un término es dependiente de otro que se considera
previo, es, de hecho, una imposición retórica o metafísica y su
jerarquía puede ser revertida. Las narrativas discutidas aquí incluyen
un momento de autodeconstrucción en el cual la supuesta prioridad del
suceso con respecto al discurso es invertida. La forma más elemental de
esta narrativa, algo distinta pero aun así muy relevante para la
narrativa, es el análisis de Nietzsche de la causalidad como un tropo,
una metonimia. (Culler 2001, p. 204Culler, Jonathan, 2001, The Pursuit of Signs. Semiotics, Literature, Deconstruction, Routledge, Londres.
)
En efecto, desde una perspectiva estructuralista narratológica, la fábula toma precedencia por encima de la sjuzhet; es decir, si el relato es el sustrato sobre el cual se construye el discurso, el relato toma precedencia por encima del discurso. No obstante, el relato siempre estará mediado por el discurso; no hay forma de acceder a los acontecimientos del relato, a su secuencialidad, más que mediante el discurso. Por lo tanto, si a la fábula sólo puede accederse a través de la sjuzhet, es decir, si el relato funge como una abstracción que tanto el autor como el lector mantienen independiente, pero cuya única “presencia” está inscrita dentro del discurso, ¿acaso no debería la sjuzhet tomar precedencia sobre la fábula? Esto es lo que plantea una deconstrucción de la narración. En ella, el acontecimiento toma un segundo lugar ante la narración, al punto de que se sobreponen ambos y el sitio jerárquico del acontecimiento del relato cede ante una deconstrucción que evidencia su dependencia del discurso. Esto no presenta mayor inconveniente en la literatura; semejantes análisis deconstructivistas parecerían inocuos o simples juegos de palabras lúdicos. Nadie sufriría si se deconstruye la narrativa de los Hermanos Karamázov o Pedro Páramo. En cambio, habría problemas si alguien intentara “deconstruir” o cuestionar las jerarquías del relato y el discurso de los acontecimientos del genocidio armenio, judío, indonesio, guatemalteco o palestino. 14 Cfr. Trouillot 2015, pp. 11–13; Prashad 2020; Bevins 2020.
Desde un punto de vista posestructuralista o posmodernista, la mediación del relato por el discurso contenida en la narración hace que cuestionemos la historia misma y su afirmación de verdad. ¿Es posible acceder a la verdad histórica si siempre está mediada por el discurso y sus recursos retóricos? Semejante cuestionamiento alude de cierta forma a Jacques Derrida y a su teorización sobre el perenne diferir y diferenciar del discurso o del texto que nunca accede a lo exterior, a lo metafísico, a lo extratextual, y que son la base de algunas de las teorizaciones relativistas historiográficas como las de Haydn White o de la noción posmoderna de “historiografía metaficcional” que señala Linda Hutcheon. 15 Cfr. Derrida 2008; Hutcheon 2005, pp. 87–105. La historiografía metaficcional es la narrativa histórica que siempre está consciente (de ahí su nombre) de su incapacidad para “acceder” a la verdad.
La historia cae un predicamento de verdad mientras que la
ficción lo hace en uno de verosimilitud. Lo verosímil apunta hacia una
apariencia de verdad construida mediante convenciones retóricas que
persuaden de una simulación creíble, pero no verdadera. Su función
literaria es mantener la “suspensión de la incredulidad”, descrita por
el poeta romántico inglés Samuel Taylor Coleridge (1772–1834), y que es
el pacto entre el autor y el lector mediante el cual el primero intenta
presentar una narración que, aunque no esté basada en la realidad,
permite al segundo adentrarse en el mundo descrito por la narración,
“suspendiendo” así su incredulidad en favor de la artificialidad de lo
narrado (cfr. Coleridge 2006, pp. 474–478Coleridge, Samuel Taylor, 2006, “Biographia Literaria”, The Norton Anthology of English Literature, vol. 2, no. 8, Norton, Nueva York.
).
Una
narración es, como sostiene el sociolingüista William Labov, “un método
para recapitular experiencias pasadas al emparejar una secuencia verbal
de oraciones con una secuencia de eventos” (Culler 2001, p. 205Culler, Jonathan, 2001, The Pursuit of Signs. Semiotics, Literature, Deconstruction, Routledge, Londres.
).
La capacidad de narrar es universal, ya que todos los humanos
presentamos y producimos lo que Labov llama “narrativas naturales”.
Además, el registro de acontecimientos del pasado o de la imaginación no
es necesariamente la única razón por la que narramos; también hay una
condición en nuestras narraciones que nos induce a evitar contar algo
que parezca “no tener sentido”; es decir, que presente una
inverosimilitud que haga dudar al receptor de nuestra narración de la
veracidad de los hechos que se refieren. Muchas veces los hechos
históricos en una narración histórica pueden ser verosímiles sin ser
necesariamente verdaderos, y esto no significa que la historia, a
diferencia de la ficción, no trabaje con la reconstrucción de los hechos
y acontecimientos de una realidad empírica pretérita. Si la narración
intenta evitar “no tener sentido”, es decir, intenta ser verosímil, es
porque las narraciones históricas son también dispositivos para dar
sentido a los sucesos del pasado.
Así, la narración histórica no es sólo una recopilación de sucesos del pasado, sino un dispositivo retórico que intenta convencer y persuadir de que lo que se narra del pasado tiene sentido para el presente, por lo menos como una forma de remembranza o memoria histórica. Es por esto por lo que la narración histórica no sólo emplea como parámetro la verdad histórica, sino también su propia verosimilitud en el sentido de que se debe apegar a lo que se considera, por convención social o cultural, que una narración histórica debe de contar. Esta verosimilitud histórica es la base de la crítica “post” a la afirmación de la verdad de la historia, ya que, según esa crítica, la historia respondería a la convención retórica de la verosimilitud y no a la verdad de los acontecimientos reales del pasado porque no es posible acceder a ellos, acceder a su “realidad”. No obstante, negar la verdad histórica con base en sus cualidades narrativas y retóricas es no darse cuenta de que la narración no puede tener lugar sin una base material, la base del proceso sociohistórico que moldea a la historia en su doble función semántica de acontecimiento y narración del acontecimiento. Negar el “acceso” a la realidad del pasado porque está mediado por la narración histórica es como negar el presente porque está mediado por el lenguaje o por las particularidades de la dicotomía entre lo óntico y lo ontológico. Las narraciones históricas pueden presentar inconsistencias, omisiones y mitos, y no por ello son menos capaces de dar sentido a los sucesos del pasado, al proceso sociohistórico de la humanidad.
De cierta forma, esto último remite a lo que Paul Ricœur identificó como la “dialéctica del acontecimiento y el sentido”, en la cual el discurso (entendido como el acontecimiento de la comunicación) se manifiesta como un acto del “habla” cuya comprensión, su sentido o significación, sólo se puede dar como parte de una actualización del código de representación del “lenguaje”. 16 Cfr. Ricœur 2003. Este autor se remite a la dicotomía básica de la lingüística estructuralista propuesta por Ferdinand de Saussure en la cual el habla misma, la actualización de las formas de comunicación lingüística, no pueden ser estudiadas en sí. Sólo el lenguaje, la abstracción del código de las reglas léxicas y sintácticas como un sistema sincrónico cerrado, pueden estudiarse como categorías universales. Los desarrollos posteriores en la lingüística y el análisis del discurso contradijeron esta proposición inicial de Saussure; cfr. Saussure 1945. Aunque Ricœur se refiere con esto a aspectos más propiamente lingüísticos, a las maneras en que interactúan el lenguaje y el habla, algo similar está presente en el “código de representación” de la historia. El acontecimiento histórico cobra significado como tal, es decir, adquiere “historicidad”, al actualizarse en el código narrativo-histórico; mientras que, en el momento en que sucede, el momento de su acontecimiento como parte de un proceso sociohistórico, su significado es, más bien, político.17 Como la historia cultural o la historia de lo privado han demostrado, lo histórico no se reduce sólo a los sucesos políticos. Con todo, lo “personal” o “privado” no deja de ser político, y toda interacción social conlleva el ejercicio de “lo político” aunque no de “la política”. No obstante, lo político es político siempre en relación con lo histórico que lo “enmarca” como acontecimiento; es decir, los hechos políticos suceden en respuesta a hechos y relaciones históricas recientes o lejanas. En términos metafóricos, existe una “distancia” entre el acontecimiento y la construcción significativa que inscribe o cuenta ese acontecimiento mediante los dispositivos del archivo y la narración. Por lo tanto, la relación entre acontecimiento y narración del acontecimiento no es inmediata, sino que está mediada por, como escribe Trouillot, los “procesos y las condiciones de producción de las narrativas”, por lo cual, continuando con el mismo autor, “sólo un enfoque en el proceso [de mediación] puede descubrir las maneras en que los dos extremos de la historicidad [el acontecimiento y la narración del acontecimiento] se entrelazan en un contexto particular” (Trouillot 2015, p. 25; la traducción es mía). Por lo tanto, es necesario atender el ejercicio de lo que Trouillot identifica como las formas de “poder” en la construcción de la narrativa histórica, las cuales posibilitan la formación de ciertas narrativas particulares —la narrativa de los victoriosos— a la vez que silencia otras —las narrativas de los vencidos—. Esto adquiere una importancia particular al analizar la permanencia/persistencia de lo colonial y al tomar como ejemplo la dicotomía entre el proceso sociohistórico y la narración histórica que surgió con respecto a la Revolución haitiana: a lo que aconteció en dicha revolución —en su singularidad y excepcionalidad política— y a lo que se “dijo” o se narró que aconteció, tanto en el momento de su estallido como en el discurso historiográfico anglo-europeo de los siglos posteriores a su acontecimiento. Dicho discurso historiográfico anglo-europeo buscó obliterar, minimizar y trivializar los hechos revolucionarios ocurridos en Santo Domingo ya que, como se verá a continuación, éstos contradecían directa y frontalmente las formas ideológicas discursivas supremacistas presentes en otra forma de continuidad de lo colonial: la forma discursiva apologética de la supuesta supremacía occidental. En relación con esto, como se verá a continuación, la Revolución haitiana fue una de las primeras instancias de un “contradiscurso” decolonial y anticolonial de la modernidad.
El “no-acontecimiento” de la Revolución haitiana y el esencialismo del discurso histórico colonialista
⌅Antes
de examinar los aspectos centrales de este apartado, es necesario
puntualizar que utilizaré el término y concepto de “Occidente” más por
convención que por razones intrínsecas a su semántica. En este tenor,
cabría puntualizar ciertas precisiones terminológicas de su uso. Hablar
de “Occidente” es, en este caso en particular, aplicar un término
geográfico a un concepto ideológico que no designa una ubicación física
como tal, sino una construcción histórica concreta situada en la base
del ethos de la modernidad. Lo que se identifica con la categoría
o el concepto de “Occidente” son formas socioeconómicas, históricas e
ideológicas particulares de un orden mundial surgido con el desarrollo
socioeconómico y político del capitalismo y el auge de la clase burguesa
que, ciertamente, surge en Europa. No obstante, con el uso del término
“Occidente” es necesario evitar identificarlo con una cultura,
etnicidad, religión o “civilización” en particular. Según el crítico
literario Neil Lazarus, esa identificación se encuentra en mucha de la
llamada teoría poscolonial. El economista Samir Amin también identificó
este mismo error bajo la categoría de “culturalismo” (cfr. Amin 2009Amin, Samir, 2009, Eurocentrism, Modernity, Religion and Democracy. A Critique of Eurocentrism and Culturalism, Monthly Review Press, Nueva York.
). Lazarus escribe que:
Lo
que quisiera argumentar es que el concepto de “Occidente”, como se
utiliza en la teoría poscolonial, no tiene un referente creíble o
coherente. Es una categoría ideológica enmascarada como categoría
geográfica, tal y como —en el contexto del discurso moderno
orientalista— “islam” es una categoría ideológica enmascarada como una
religiosa. (Lazarus 2004, p. 44Lazarus, Neil, 2004, “The Fetish of ‘the West’ in Postcolonial Theory”, en Crystal Bartolovich y Neil Lazarus (comps.), Marxism, Modernity and Postcolonial Studies, Cambridge University Press, Cambridge, pp. 43-64.
; la traducción es mía.)
La utilización del término “Occidente” no puede, por lo tanto, simplemente enmascararse como una categoría geográfica. Es necesario prestar atención a su utilización ideológica que se enmarca en una serie de discontinuidades históricas. La forma más antigua del uso de “Occidente” se registra con la división del Imperio romano entre Oriente y Occidente en el siglo iii y, posteriormente, la división de la Iglesia en el siglo xi. Dicha división se sustituyó por una dicotomía entre la civilización cristiana y el islam o la India y China, a partir del siglo xvi. Después de 1945, la Guerra Fría utilizó el término al dividir a Europa entre el “Este” y el “Oeste”, para luego trasladar la misma división al resto mundo y equiparar a “Occidente” con un supuesto “Primer Mundo” y contrastarlo con un “Segundo” y “Tercer” Mundo. Es por estas razones que, aunque el uso de “Occidente” sea convencional, no es necesariamente arbitrario en términos semánticos ni responde simplemente a un capricho lingüístico o metafórico. No se puede desechar con facilidad el término “Occidente” y buscar otro más “apropiado” sin toparse con otros conflictos entre el término y el concepto. Tal es el caso de esta dicotomía más reciente: “Norte/Sur”. Por lo tanto, es necesario tomar en cuenta lo que Stuart Hall subraya en cuanto a que no se puede negar que lo que se llama “Occidente” surgió primero en Europa occidental, aunque hoy en día Occidente no esté presente sólo en Europa y no toda Europa se considere, o fue considerada, en algún momento, Occidente. 18 He tomado como referente a Lazarus y su disertación sobre el concepto de Occidente, al igual que su mención de Stuart Hall, para el desarrollo de esta breve digresión; cfr. Lazarus 2004, p. 45. En consecuencia, si recurro en este artículo al término “Occidente”, lo hago tomando en cuenta su construcción sociohistórica y evitando cualquier tipo de “naturalización” o “culturalización” de su uso.
Una vez señalada esta precisión terminológica con respecto al término y concepto de “Occidente”, podemos retomar una particularidad que Trouillot menciona en Silencing the Past con respecto a la Revolución haitiana (1791–1804) o, más bien, con respecto a la recepción filosófica y política de dicha revolución por parte de Occidente, que puede identificarse en términos de la mencionada “dialéctica” entre el acontecimiento histórico y la narración del acontecimiento. Trouillot, en este contexto, se refiere a éstos como “historicidad 1” e “historicidad 2”, y escribe lo siguiente:
Otra vez lo que está en juego es la relación entre historicidad 1 e historicidad 2, entre lo que sucedió y en lo que se dice que hubo sucedido.
Lo que ocurrió en Haití entre 1791 y 1804 contradijo mucho de lo que
ocurrió en otros lugares del mundo, tanto antes como después. Este hecho
en sí no es sorprendente: el proceso histórico siempre es desordenado y
en muchas ocasiones contradictorio. Pero lo que sucedió en Haití
también contradijo mucho de lo que Occidente había dicho tanto de sí
mismo como a los otros sobre sí mismo. (Trouillot 2018, pp. 80–81Trouillot,
Michel-Rolph, 2018, “Una historia impensable: la Revolución haitiana
como un no-acontecimiento”, en Camila Valdés León y Frantz Voltaire
(comps.), Antología del pensamiento crítico haitiano contemporáneo, CLACSO, Buenos Aires, pp. 47-87.
)
19
Las cursivas son mías. Para la referencia al original en inglés, cfr. Trouillot 2015, pp. 106–107.
Es en esta contradicción entre el “discurso histórico de Occidente sobre sí mismo” y lo que la Revolución haitiana significó como contranarrativa o contradiscurso, donde es posible localizar otra manifestación de la permanencia de lo colonial no sólo como experiencia del colonizado, sino como metanarrativa fundacional del colonizador; una narrativa con sus propios silencios, omisiones, desórdenes y contradicciones que se manifiestan de manera atenuada en ciertos momentos de la historia de la modernidad y más explícita en otros, en sus momentos de crisis, de guerra o de conquista.
Tal como en el
caso del “tiempo vacío y homogéneo”, la “metanarrativa” de la historia
occidental buscó, a partir de la ideología de la Ilustración,
“naturalizar” o, quizá mejor, “esencializar” la modalidad de lo
históricamente contingente bajo la categoría de lo ontológicamente
necesario, es decir, buscó racionalizar el dominio europeo, la narrativa
de su ascenso como sistema-mundo, bajo una lógica de “lo que sucedió
[la dominación colonial europea de gran parte del mundo] es lo que tenía que haber sucedido” (Trouillot 2018, p. 81Trouillot,
Michel-Rolph, 2018, “Una historia impensable: la Revolución haitiana
como un no-acontecimiento”, en Camila Valdés León y Frantz Voltaire
(comps.), Antología del pensamiento crítico haitiano contemporáneo, CLACSO, Buenos Aires, pp. 47-87.
; las cursivas son mías). Es así como lo que fue accidental y contingente en la historia se presenta como esencial según una teleología particular: la teleología del progreso. Los juicios sintéticos a posteriori —los juicios que componen al discurso de la historia y que ligan a un
sujeto dado con un predicado que no describe su género, especie o
atributos— se distorsionan y presentan como juicios analíticos a priori de una metahistoria que racionaliza el dominio anglo-europeo como algo
esencial (que presenta especie, género o atributo) de sí mismo y, en
consecuencia, formulan una proposición categórica supremacista: Europa y
sus descendientes son el sujeto de la historia, un sujeto/sustancia
cuyos atributos (su predicación o categorización) son dominar,
conquistar y civilizar.
20
Esto alude, de cierta forma, a lo que Dussel identificó como el ego conquiro en el corazón de la subjetividad moderna occidental; cfr. Dussel 1993, pp. 65–76.
En este sentido, la Revolución
haitiana fue un estallido de realidad incómoda; una de las primeras
afrentas a la narrativa supremacista de Occidente, que ésta jamás pudo
asimilar del todo. Por ésta y otras razones, el acontecimiento de la
Revolución haitiana se vio sujeto a un “silenciamiento” por parte del
aparato historiográfico eurocéntrico mediante la “trivialización” y el
“olvido”, relegándolo a ser, como afirma Trouillot, “molestas notas al
pie de página” (Trouillot 2018, p. 81Trouillot,
Michel-Rolph, 2018, “Una historia impensable: la Revolución haitiana
como un no-acontecimiento”, en Camila Valdés León y Frantz Voltaire
(comps.), Antología del pensamiento crítico haitiano contemporáneo, CLACSO, Buenos Aires, pp. 47-87.
) de la historia universal de la modernidad.21
Trouillot
identificó así lo que llamó “fórmulas de obliteración” —formas
retóricas que borran los acontecimientos revolucionarios— y “fórmulas de
banalización” —formas que vacían o trivializan los acontecimientos de
su sentido revolucionario—; ambas son “fórmulas de silenciamiento”; cfr.Trouillot2015, p. 96.
En el mejor de los casos, la Revolución haitiana fue considerada por la mayoría de la historiografía anglo-europea del siglo xix y de la primera mitad del siglo xx un mero vástago de la Revolución francesa y, en el peor, una rebelión
caótica y violenta sin mayor trascendencia histórico-universal o,
incluso, como una “contrarrevolución”.
En su obra en varios tomos Historia de la Revolución francesa,
Jules Michelet (1798–1874) escribió sobre el estallido revolucionario
lo siguiente: “Una noche, setenta mil negros se sublevan, comenzando la
carnicería y los incendios, la más espantosa guerra de salvajes que se
haya visto jamás” (Grüner 2009Grüner, Eduardo, 2009, “Haití: una (olvidada) revolución filosófica”, Sociedad, vol. 28.
).
Si para Michelet la Revolución haitiana fue una guerra de “salvajes”,
para Paul Sagnac fue una “contrarrevolución”: “La contrarrevolución se
organizaba en los departamentos. La revuelta se generalizaba en las
colonias, donde los mulatos, exasperados por la supresión de sus
derechos políticos, saqueaban las propiedades de los colonos blancos y
atentaban contra sus vidas” (Grüner2009Grüner, Eduardo, 2009, “Haití: una (olvidada) revolución filosófica”, Sociedad, vol. 28.
).
22
Cfr. Michelet y Sagnac, citados en Grüner 2009. No se proporcionan los números de página en la edición en línea de este artículo.
Quizá considerar la Revolución haitiana como una revuelta “salvaje” sea
menos demeritorio que referirse obtusamente a la misma como una
“contrarrevolución”, más todavía si se toma en cuenta el papel
contrarrevolucionario que Francia y Napoleón desempeñaron ante la
radicalidad igualitaria de los jacobinos negros.23
Basta
con revisar lo que Napoleón cuenta en su exilio en Santa Elena sobre lo
ocurrido en Saint-Domingue para entender lo reaccionario de un
pensamiento que no estuvo a la altura de las demandas de libertad e
igualdad de los haitianos durante el conflicto de 1801. Véase el
“Análisis de Toussaint por Napoleón desde Santa Elena”; cfr.Toussaint L’Ouverture 2013, pp. 131–133.
No obstante, más que las menciones en sí, lo más significativo del
discurso historiográfico eurocéntrico sobre la Revolución haitiana es lo
poco que se dice de ella, los mencionados “silencios” expuestos por
Trouillot. Como bien afirmó el historiador Yves Benot con respecto al
discurso historiográfico francés: “De esta historia [la de la Revolución
haitiana] no ha quedado en la memoria colectiva de Francia más que lo
que los historiadores franceses han querido conservar de ella, es decir,
muy poco” (Grüner 2009Grüner, Eduardo, 2009, “Haití: una (olvidada) revolución filosófica”, Sociedad, vol. 28.
).24
Benot menciona a Jean Jaurés y su Historia socialista de la revolución francesa (1901) como una excepción a la regla del silencio. Benot es quien ha
tratado con mayor amplitud el asunto de la omisión del tema colonial en
la historiografía francesa sobre la Revolución de 1789, y Trouillot
amplió la discusión con un análisis de la repetición de los tropos
coloniales en la historiografía contemporánea, no sólo francesa, sino
también angloamericana; cfr. Benot 2004 y Trouillot 2018, pp. 70–80.
Aunque Trouillot se mantuvo crítico al respecto, es posible observar un
cambio de enfoque historiográfico con respecto a la Revolución haitiana
a partir de la segunda mitad del siglo xx. Ya para principios del siglo xxi, el académico Celucien Joseph habla de un “giro haitiano” en 2012; cfr. Daut 2023, p. 6.
No obstante, aunque haya habido un cambio de actitud en los ámbitos
académicos, la historia no sólo existe como un producto académico. Haití
y su revolución siguen siendo, en el imaginario colectivo, en la
experiencia histórica de las mayorías y de los políticos, un fenómeno al
margen.
La Revolución haitiana fue, quizá, más
reveladora de una ideología supremacista colonialista y neocolonialista
de larga duración, que del silenciamiento de un episodio incómodo
particular. Como escribió Trouillot:
El
silenciamiento de la Revolución haitiana es sólo un capítulo dentro de
la narrativa de dominación global. Es parte de la historia de Occidente y
es probable que persista, incluso de forma atenuada, mientras que la
historia de Occidente no sea recontada de modo que presente la
perspectiva del resto del mundo. Desafortunadamente no estamos siquiera
cerca de esa esencial reescritura de la Historia universal a pesar de
algunos logros impresionantes. (Trouillot 2018, p. 81Trouillot,
Michel-Rolph, 2018, “Una historia impensable: la Revolución haitiana
como un no-acontecimiento”, en Camila Valdés León y Frantz Voltaire
(comps.), Antología del pensamiento crítico haitiano contemporáneo, CLACSO, Buenos Aires, pp. 47-87.
)
25
En
su nota al pie para el párrafo citado, Trouillot menciona a Braudel,
Wolf y Ferro como autores de esos “logros impresionantes” de una
reescritura de la historia universal. Escribe esto en la década de los
noventa (1995). En 1998 Enrique Dussel publicó su Ética de la
liberación, y en 2007 el primer tomo de su Política de la liberación. Historia mundial y crítica.
Se podrían considerar a estos dos libros otras instancias de un intento
de llevar a cabo una reescritura de una historia universal no
eurocéntrica; cfr. Dussel 2007 y Dussel 2011.
En el momento preciso del estallido de la Revolución
haitiana, en 1791, el momento del tránsito de la modernidad temprana a
la contemporánea, un levantamiento masivo de esclavos de origen africano
a gran escala fue algo inconcebible para el aparato esclavista y para
la epistemología racista y colonialista europea de la época.
26
Cfr. Trouillot 2018, pp. 49–50.
Tal levantamiento se interpretó, como menciona Trouillot, como un
“no-acontecimiento”, un suceso que no se registraba dentro de la
episteme occidental y su idea de sí mismo como la cúspide de la
civilización humana. Unos meses antes del levantamiento de los esclavos
en 1791, el colonialista francés La Barre escribió desde Saint-Domingue a
su esposa en la metrópoli: “Los negros son muy obedientes y
siempre lo serán. Dormimos con las puertas y ventanas abiertas de par en
par. Para los negros la libertad es una quimera” (Trouillot 2018, p. 47Trouillot,
Michel-Rolph, 2018, “Una historia impensable: la Revolución haitiana
como un no-acontecimiento”, en Camila Valdés León y Frantz Voltaire
(comps.), Antología del pensamiento crítico haitiano contemporáneo, CLACSO, Buenos Aires, pp. 47-87.
).
La lucha por la libertad y la igualdad, el hecho de que, como menciona
Samir Amin, “los humanos pueden y deben hacer su propia historia” (Amin 2009, p. 13Amin, Samir, 2009, Eurocentrism, Modernity, Religion and Democracy. A Critique of Eurocentrism and Culturalism, Monthly Review Press, Nueva York.
) era, según los colonialistas, algo exclusivo de los europeos y su modernidad; un producto de sus propias revoluciones: la Revolución gloriosa (1688), la Independencia
estadounidense (1776) y la Revolución francesa (1789). En aquel momento,
la filosofía y la naciente antropología del aparato epistemológico
ilustrado todavía se enfrascaba en discusiones sobre si el origen de los
seres humanos era monogenético o poligenético; de si los africanos, los
indígenas americanos y los habitantes del sudeste asiático tenían el
mismo origen biológico y antropológico que los europeos y los
“caucásicos”.27
El excelente ensayo del intelectual haitiano Anténor Firmin (1850–1911) Sobre la igualdad de las razas humanas (1885) registra esas discusiones supremacistas y eurocéntricas en la incipiente disciplina de la antropología en el siglo xviii y xix; cfr. Firmin 2000.
Lo que sucedió en Haití no sólo trastornó el aparato económico
esclavista colonial, sino también a las mismas categorías ontológicas
europeas heredadas del Renacimiento (la gran cadena del Ser) que
comenzaban a racionalizarse en la Ilustración bajo un paradigma
mecanicista de racismo científico, del empirismo de Hume y de las
teorías filosófico-políticas de Hobbes, Locke y Montesquieu. Dichas
teorías situaban a Europa, de manera implícita o explícita, como la
cúspide del progreso histórico civilizatorio humano, y al resto de los
demás seres humanos como entidades “inferiores”. En su Tratado sobre la naturaleza humana (1739), Hume escribe que:
Sospecho
que los negros y en general todas las otras especies de hombres (de las
que hay unas cuatro o cinco clases) son naturalmente inferiores a los
blancos. Nunca hubo una nación civilizada que no tuviera la tez blanca,
ni individuos eminentes en la acción o la especulación. No han creado
ingeniosas manufacturas, ni artes, ni ciencias. (Hume 2011, p. 204Hume, David, 2011, Ensayos morales, políticos y literarios, trad. C. Martínez Ramírez, Trotta, Madrid.
)
28
Tomo esta referencia de Hume de Ruiz Sotelo 2024, pp. 317–322.
La Revolución haitiana también puso en evidencia las contradicciones liberales que la Revolución francesa no pudo superar al verse en un dilema ante su reticencia de colocar al derecho universal, a la libertad humana, por encima del derecho económico liberal y la propiedad de los esclavos. 29 El legendario libro de C.L.R. James, Los jacobinos negros (1938), describe la incomodidad que la cuestión de la esclavitud causó entre los miembros de los États Généraux, La Asamblea Nacional y la Asamblea Legislativa de la Francia revolucionaria, y cómo fue pospuesta, descarrilada y minimizada durante mucho tiempo; cfr.James 2001. Es por todo esto que Trouillot menciona que lo que sucedió en Haití —una revolución de esclavos con una idea mucho más clara y radical de la libertad e igualdad— contradijo lo que Occidente se decía sobre sí mismo: su narrativa de supuesta superioridad intelectual y moral.
La
Revolución haitiana fue la más radical y progresista de la “Era de las
Revoluciones” y fue la primera en proclamar de manera contundente la
emancipación universal en su Constitución de Saint Domingue de 1801 y la
igualdad de las razas en su Constitución de 1805 (Nesbitt 2008, p. 3Nesbitt, Nick, 2008, Universal Emancipation. The Haitian Revolution and the Radical Enlightenment, University of Virginia Press, Charlottesville.
).
Dicha revolución fue la única revuelta exitosa de esclavos en la
historia a gran escala. Según el historiador Hans-Joachim König, la
haitiana fue una revolución en el sentido completo de la palabra, ya que
erradicó por completo a la clase dominante europea que estaba en el
poder y la sustituyó por una proveniente de las clases marginadas, los
esclavos y la gente de color libre (cfr. König 2008, p. 122König,
Hans-Joachim, 2008, “Acerca del impacto ambivalente de la revolución
haitiana sobre las revoluciones de América Latina”, en Léon-Françoise
Hoffmann, Frauke Gewecke y Ulrich Fleischmann (comps.), Haïti 1804. Lumiéres et ténèbres. Impact et résonances d’une révolution, Bibliotheca Ibero-Americana, Madrid, pp. 113-124.
).
Se podría argumentar, como mencionan Peter Linebaugh y Marcus Rediker,
que la Revolución haitiana fue la primera revolución de trabajadores
exitosa de la historia (cfr. Linebaugh y Rediker 2012, p. ixLinebaugh, Peter y Marcus Rediker, 2012, The Many-Headed Hydra. Sailors, Slaves, Commoners, and the Hidden History of the Revolutionary Atlantic, Verso, Londres.
).
Además, según el historiador Gerald Horne, la Revolución haitiana creo
una crisis general profunda en el aparato esclavista transatlántico que
sólo pudo resolverse con su desaparición.
30
Cfr. Horne 2015, p. 10.
Lo que la Revolución haitiana logró no fue poca cosa; fue, de cierta
manera, intentar lo que en su coyuntura histórica particular parecía
imposible: que una población de esclavos traídos de África lograra su
emancipación, fundara un Estado-nación y que, en el proceso, vencieran a
tres potencias colonialistas europeas (Francia, España e Inglaterra) de
manera humillante. Como escribe Geggus:
El
levantamiento de esclavos que comenzó en agosto de 1791 y que
transformó la inmensamente opulenta colonia fue probablemente el más
grande y más dramáticamente exitoso que jamás ha existido. Produjo el
primer ejemplo de emancipación a granel en una prominente sociedad
esclavista (1793) y la plena igualdad racial en una colonia americana. (Geggus 2001, p. ixGeggus, David Patrick, 2001, The Impact of the Haitian Revolution in the Atlantic World, University of South Carolina Press, Columbia.
)
Desde un punto de vista filosófico-político, se podría argumentar que la Revolución haitiana comprobó que los esclavos eran capaces de por lo menos intentar superar política y filosóficamente las contradicciones y antinomias que la propia ideología de sus amos, la ideología colonial, habían creado.
Al ser el sitio de la primer revolución e
independencia de las naciones del Sur Global, la recién formada nación
de Haití tuvo que lidiar en 1804 con una problemática que, de igual
forma, se manifestaría en otros sitios y otros momentos en los
siguientes dos siglos: el de una “condición poscolonial”. Quizá son
pocas las naciones que han mostrado de forma tan vehemente la
permanencia de la colonialidad como una forma transhistórica de
dominación como en el caso de Haití, un país que ha sufrido a lo largo
de su historia y, en parte, en represalia por su revolución adelantada,
el aislamiento diplomático, los embargos y bloqueos económicos, la
imposición coercitiva de deudas externas ridículas, dictaduras impuestas
con el beneplácito de Occidente, luchas internas violentas y cuatro
invasiones extranjeras si contamos la de Napoleón en 1802 (cfr. Hallward 2007Hallward, Peter, 2007, Damming the Flood. Haiti and the Politics of Confinement, Verso, Londres.
).
Haití
fue quizá la primera nación del “Tercer Mundo” en tener que afrontar
otra contradicción que se manifestaría en la mayoría de los países que
sufrieron la colonización, a saber, que la independencia nacional no
necesariamente significa independencia de las estructuras de sujeción
económico políticas externas neocoloniales, o la ausencia de estructuras
coloniales internas (cfr. Cardoso y Faletto 1974Cardoso, Fernando Henrique y Enzo Faletto, 1974, Dependencia y desarrollo en América Latina. Ensayo de interpretación sociológica, Siglo XXI, México.
).
El colonialismo y el imperialismo anglo-europeo establecieron formas
muy concretas de dominación que se renovaron y reactualizaron a lo largo
de la historia de la modernidad como mecanismos de una estructura
socioeconómica y geopolítica particular que se benefició y se sigue
beneficiando por las formas particulares de opresión, ahora en su faceta
“neocolonial”.
31
En
el apartado “Cuándo fue lo pos-colonial: cuestión de tiempo 2”, Añón y
Rufer abordan un aspecto crucial: el de un imperialismo como un continuo
en constante reactualización y sus formas de neocolonialismo; cfr. Añón y Rufer 2018, pp. 118–121.
En el nivel metahistórico son las contradicciones entre la dependencia y la independencia de las naciones del Sur Global las que se manifiestan precisamente como esas formas abstractas de una presencia, persistencia y permanencia de lo colonial, las formas de “representación de una anacronía” que, de alguna forma u otra, parecieran persistir en el presente como remanentes de un pasado no asimilado en los niveles, jurídico-políticos, culturales, semióticos y socioeconómicos. Como ya se discutió, Añón y Rufer argumentarían que una concepción de un “tiempo histórico lineal y vacío” parecería entrar en contradicción con dichas formas representativas de permanencia y repetición de los pasados coloniales al remitirse al devenir de un presente que, en teoría, estaría imposibilitado para reincidir y reactualizar el pasado. Pero, a manera de conclusión, quisiera argumentar que es además necesario vincular esto con una conceptualización del distanciamiento metafórico entre el pasado y el presente contenido en otra forma de representación: la de “verdad histórica”.
Para un historicismo positivista, el
escrutinio del pasado se basa en la posibilidad de establecer una
distancia entre el pasado y el presente que, por lo mismo, permita la
ilusión de “objetividad”, de separación entre el sujeto y el objeto.
Esta idea emula ciertas metodologías, ya no tan vigentes, de las
ciencias exactas y naturales e intenta objetivizar lo subjetivo
de la historia. La verdad histórica del positivismo historicista se basa
entonces en la posibilidad de estudiar y presentar el pasado “como
realmente fue”. Valdría la pena preguntarse si incluso en el momento en
que un pasado determinado fue presente se pudo experimentar como
“realmente es/fue”. En el otro extremo, el relativismo constructivista
de las corrientes formalistas, posmodernas, de la disciplina histórica
buscaron hacer a un lado la noción de objetividad histórica o por lo
menos cuestionar su afirmación de verdad. Esto es sólo la otra cara de
esa misma relación distanciada con la verdad/objetividad histórica del
positivismo. Por el contrario, es necesario proponer otra definición de
objetividad y verdad histórica que tome en cuenta los dos lados o
facetas de la historicidad —acontecimiento y narración—, y que no
simplemente se deshaga de la categoría. Trouillot explica esto como una
necesidad de cambiar el enfoque, de uno que busque explicar “la
naturaleza de la historia” por otro que se centre en teorizar “el
proceso de producción de la historia” (cfr. Trouillot2015, p. 25Trouillot, Michel-Rolph, 2015, Silencing the Past. Power and the Production of History, Beacon Press, Boston.
).
Por lo tanto, la objetividad histórica es entender que el presente es producto del pasado y que las posibilidades de cambio en el presente están enmarcadas en la historicidad. Es decir, lo que sucede en el presente sucede enmarcado por lo que ya ha sucedido en el pasado; las decisiones individuales y colectivas que se toman en el presente se toman con base en lo que el pasado ha legado al presente. En este sentido, la historicidad es precisamente esa relación dialéctica que se establece entre el condicionamiento histórico pretérito y la posibilidad actualizadora en el presente: su “autenticidad”. 32 Trouillot aborda la definición de “autenticidad”, tomada de A.J. Cascardi, cuando escribe: “la autenticidad no es un tipo o grado de conocimiento, sino una relación con lo que es sabido”; cfrTrouillot 2015, p. 148; la traducción es mía. La relación del presente de las naciones poscoloniales está enmarcada en sus pasados coloniales —no hay forma de negar ni silenciar este hecho— al igual que el pasado de las naciones colonialistas enmarca su presente e, incluso, lo perpetua como formas reactualizadas de sometimiento. Esto parecería una obviedad, pero muchas veces se olvida. No es posible superar o trascender el pasado (colonial) a menos de que se tenga una conciencia histórica de que el pasado está presente en el presente. Así, la reivindicación del pasado es la reivindicación del presente de las naciones poscoloniales.